lunes, 24 de marzo de 2014
sábado, 1 de febrero de 2014
El Espacio Público. Ciudad y Ciudadanía
JORDI BORJA y ZAIDA MUXÍ.
El Espacio Público. Ciudad y Ciudadanía.
Ed. Electa. Año 2000. Barcelona
JORDI BORJA junto a la arquitecta ZAIDA MUXÍ han publicado
recientemente un libro titulado El Espacio Público. Ciudad y Ciudadanía.
Ed. Electa. 2000. Barcelona. Como profesor de geografía de la UOC ha enfocado sus
investigaciones hacia el urbanismo. La publicación de este libro entronca, por
así decirlo, con los postulados sociológicos de autores como Zygmunt BAUMAN ya
que contextualiza su discurso sobre la naturaleza de lo urbano desde la
perspectiva humana, pero entendiendo al hombre no solo como sujeto individual
si no como sujeto social, como grupo, como civitas, o si se quiere utilizar un
concepto que emplea con mucha frecuencia a lo largo del libro: COMUNIDAD. Es
ahí donde, a mi juicio, sitúa el centro de su discurso urbano y es también el
foco de sus diagnósticos de la crisis del fenómeno urbano y también de sus
soluciones.. Y es precisamente en ese contexto
en el que se incardina un análisis plagado de conceptos que por sí solos
tienen el suficiente carácter evocador: conceptos como espacio público
ciudadano, productores de ciudad, urbanismo de productos o de valores, degradación del espacio público, segregación
urbana, privatización del espacio público, espacio cotidiano, sentimiento de
pertenencia al lugar, participación de la comunidad, violencia urbana, etc…
Incluso llega a dedicar un capítulo a la seguridad ciudadana y el espacio público,
que como se ve, van de la mano para el autor.
Por ello su definición de la ciudad como espacio público
abierto y protegido lo es desde el punto de vista social, es para él un lugar
concentrador de encuentros. Por ello, sitúa como peligros precisamente que los espacios públicos se privaticen , que
se segreguen a veces mediante el uso, a veces mediante una falta de
planificación de la ciudad desde esta
perspectiva humana que él alienta, con procesos sobre los que es necesario
pensar como el urbanismo de productos, las promociones inmobiliarias masivas,
por ejemplo.
De ahí, según Borja, que el espacio público no genere por se
peligros, es el lugar en que se evidencian los problemas de la injusticia
social, económica o política, su debilidad aumenta el miedo de unos y la
marginación de los otros. Los problemas de segregación urbana, la existencia de
espacios monovalentes o monofuncionales, el propio diseño urbano y de las
infraestructuras que aíslan o segregan a
los ciudadanos confinándolos en áreas
concretas nos sitúan ante otro asunto no menor abordado en el libro y que en
anteriores entradas de este blog han sido tratadas: el diseño urbano
seguro o en sus siglas en ingles CPTED,
planteado como otro más de los pilares que pueden hacer de la ciudadano espacio
más humano.
Pero es cuando se detiene en la privatización del espacio
público cuando trata de conceptos como COMUNIDAD, BARRIO, SENTIMIENTO DE
PERTENENCIA A UN LUGAR… Mantiene que considerar la ciudad como algo de carácter
patológico hace que la solución a los problemas consista en la higienización,
en limpiar la ciudad de los otros, sustituyendo los espacios públicos por áreas
privatizadas consideradas como zonas protegidas para unos y excluyentes para
otros. Más allá, existe una búsqueda de seguridad que lleva a cerrar el espacio
público como si esta fuera la causa de la inseguridad y del miedo urbano. Por
el contrario, el ESPACIO COTIDIANO es el espacio de las relaciones con los
otros, del juego, del recorrido diario entre las diferentes actividades y del
encuentro. Por ello es necesario favorecer el espacio público dotándole de
cualidades estéticas, espaciales y formales que favorezcan y faciliten las
relaciones y el sentimiento de pertenencia al lugar. Y vuelve aquí al concepto
del CPTED cuando menciona cuestiones como la iluminación, la visibilidad que
redundan en un aumento de la vigilancia natural.
En contraposición a esa idea del sentimiento de pertenencia
al lugar considera que ciertos sectores de la población se les aisla a veces
con algo tan etéreo como en TERRITORIOS SIN LUGARES (1), es decir, espacios
carentes de significados y atributos como podrán ser en cualquier ciudad esas
barriadas marginales o los barrios populares carentes apenas de espacios
públicos y con escasa dotación de servicios e infraestructuras.
Pero el concepto de ciudad se apoya también en el de la
CIUDADANÍA, en la civitas. Porque lo urbano es para el autor el escenario de la
política, de la política de proximidad, del autogobierno, etc… Es el lugar de
la concertación entre actores sociales para llevar a cabo proyectos colectivos.
Y es elemento fundamental para construir ciudad de un modo más inclusivo es el
de fomentar la PARTICIPACIÓN CIUDADANA ya que cree el autor que producen y son
producto del desarrollo de la ciudadanía y en ese sentido propone diferentes
formas de participación ciudadana: la creación de consejos, comités, la
cooperación, la información, la negociación, el debate y la gestión de ciertos
aspectos por parte de actores sociales (asociaciones, empresarios…).Pág. 72.
Sin embargo, es cuando entra a considerar los derechos de la
ciudadanía cuando hace una serie de afirmaciones con las que no estoy de
acuerdo totalmente. Cuando afirma que la
inseguridad ciudadana la padecen las clases medio-altas (2). Es en este punto
en el que no coincido con el autor ya que como el mismo ha ido desgranando en
el libro la seguridad o la inseguridad afecta a todos los actores sociales, a
todos los ciudadanos, seguramente de formas diferentes o con una percepción
subjetiva de la seguridad desigual, pero afectando en definitiva a todos los
estratos de la población.
De otra parte, hace mención a la inexistencia de políticas
securitarias preventivas. En ese punto también
discrepo del autor. Cada vez más existen más planes de carácter
preventivo como son los que se impulsan
desde la Secretaría de Estado de Seguridad elaborando planes que afectan a
diferentes temáticas: drogas, seguridad vial, materiales conductores, productos
del campo, etc…, y otros que se enfocan a determinados colectivos: el Plan
director de seguridad escolar, grupos violentos, violencia juvenil,
victimización de determinados colectivos, sin olvidar las cuestiones de género,
etc… En ellos, la estrategia securitaria abarca la prevención y también la
represión de actividades ilícitas.
No obstante, la lectura del libro de Jordi BORJA tiene la virtud de reflexionar sobre lo
urbano desde una perspectiva en la que el hombre como sujeto social es su
centro y cómo fortaleciendo la comunidad se pueden encontrar soluciones a la
crisis del fenómeno urbano.
NOTAS:
(1).Véase la consideración de los NO LUGARES del libro
recientemente traducido al castellano del sociólogo francés Henri LEFEBVRE
titulado La Producción del Espacio, editado por Capitán Swing. En él Lefebvre
caracteriza el espacio urbano como “la obra de la gente en lugar de imposición
como sistema a la gente”. Es un lugar de encuentro, de simultaneidad y donde su
uso constituye su principal esencia. Habla en ese libro también de espacios
maquetados y monitorizados por la ideología, produciendo espacios claros, obedientes, legibles, etiquetados,
homogéneos, seguros, etc… producidos por el mercado para las clases medias que
sueñan con un universo social tranquilo, previsible, no conflictivizado y sin
sobresaltos que se diseñan para ellos como mera ilusión, según Manuel DELGADO
señala en la reseña del libro de Lefebvre publicada en el El País, suplemento
Babelia del 18!01/14.
(2). En este
sentido traigo a colación una entrevista a Jordi Borja publicada en Urbanista Jordi
Borja: la ciudad ideal debe ser un lugar de "diversidad" tanto como
de "libertad y de igualdad". www.el mercurio.com. Allí hablaba de esas urbanizaciones cerradas sobre sí
mismas y con vigilantes privados que se enclaustran frente al temor del otro y
que son precisamente la negación de la ciudad ya que cercenan su sentido mismo
de lugar contacto, de encuentro entre distintos. En este sentido habla Zygmunt
BAUMAN en La Modernidad Líquida del proyecto ###########3.
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La Producción del Espacio. Henri LEFEBVRE
La producción del espacio. Henri Lefebvre.
Introducción y traducción de Emilio Martínez. Prólogo de Ion M. Lorea.
Capitán Swing. Madrid. 2013. 451 páginas. 22 euros.
Recientemente se ha publicado un artículo para dar reseña de un libro que se vuelve a imprimir después de años. Se trata de la traducción al castellano de un libro del sociólogo HENRI LEFEBVRE titulado La Producción del Espacio, editado en por Capitán Swing en Madrid.
De nuevo resurge la postura marxista para explicar el presente y sus causas. Destaca Manuel
DELGADO el autor del artículo publicado
en EL PAÍS Babelia reseñando el libro la contribución a la lucha actual contra
la apropiación capitalista de las ciudades que se antoja ahora más atroz que
cuando él la describiera.
Se habla de espacios falsos y falseadores disfrazados tras
el lenguaje técnico, es el espacio de los planificadores, de los tecnócratas,
de los urbanistas y arquitectos y de los
administradores.
Menciona cómo Lefebvre hablaba en aquel libro publicado hace
más de cuarenta años de otros conceptos: espacio maquetado y monitorizado por la ideología. Se producen espacios
claros, obedientes, legibles, etiquetados, homogéneos, seguros…, colocados en el mercado a disposición de una clases
medias que sueñan con un universo social
tranquilo, previsible,
desconflictivizado y sin sobresaltos que se diseña para ellos como mera
ilusión y que no va a dejar de estar sometido a los embates de la realidad
social.
Lefebvre define lo urbano como una forma específica de
organizar y pensar el tiempo y el espacio en general (…) lo urbano es la obra de la gente en lugar de imposición como sistema a la gente. La
naturaleza de lo urbano es el encuentro, su simultaneidad, constituyendo y
reconstituyendo centros. El valor de la ciudad reside su uso.
Pero es esta definición de lo urbano mucho más amplia la que retrata mejor la
perspectiva que desde este blog defiendo: Es el espacio diferencial en que se despliega o podría desplegarse la radicalidad misma de
lo social (…) puesto que es teatro espontáneo de y para el deseo, sede de la
deserción de las nacionalidades y del desaliento ante las presiones, marco y momento
de lo lúdico y de lo imprevisible. Todo aquello que en otro momento nos atrevimos
a llamar la vida.
A propósito del artículo de Manuel DELGADO publicado en EL
PAÍS Babelia el 18/01/14.
martes, 7 de enero de 2014
Medellín, otra forma de luchar contra violencia
El País Semanal
REPORTAJE
Medellín: ciudad en metamorfosis
El narcotráfico convirtió a la capital de Antioquia en la ciudad más violenta del mundo. Conscientes de esa lacra, el equipo de políticos ‘outsiders’, con el matemático Sergio Fajardo al frente, inyectaron una cura radical de cultura y educación.
En
mitad del valle, Medellín resulta un atribulado cauce donde apenas se distingue
el agua debatiéndose entre dos laderas. De día lo encierran unas paredes de
montañas verdes teñidas por el rojo de los ladrillos y las venas de asfalto que
lo atraviesan hacia arriba sin respetar ni hacerse cargo de los serpenteos que
suelen hacer más llevaderos los ascensos a las cumbres. De noche, parece que en
cualquier momento va a ser deglutida por una lava de neón empeñada en guiñar
intermitentemente sus diminutos resplandores de luciérnaga electrizante.
Esa
colmena que acoge más de 3,5 millones de habitantes –la segunda de toda Colombia
comprendiendo el área metropolitana– encierra sueños de supervivencia, un orgullo paisa que todo lo
puede, pasados recientes casi única y exclusivamente teñidos de sangre,
presentes de violencia latente y patente en pulso firme y activo con la
civilización, inversiones tremendas en infraestructuras caídas del cielo para
darle la vuelta al infierno comandado por el fantasma de Pablo
Escobar, coches que desgastan a toda mecha sus embragues y sus pastillas de
frenos por lo enconado de las cuestas, industria emergente, narcos dispersos, a
expensas de alianzas cambiantes con los –por el momento– preponderantes paramilitares,
gentes de bien, estudiantes con futuro, políticos de viejo y también de
novísimo cuño, decididas y audaces apuestas culturales, activas ONG jamás
dispuestas a comprar los discursos oficiales, sedes de grandes empresas
nacionales e internacionales, pujanza y miedo en dosis similares, esperanza y
resignación a partes milimétricamente parejas, lo emergente y el detritus, la
vida en pugna, una batalla de décadas ya entre el bien y el mal… Quizá una
metáfora de la presente América Latina.
“Bienvenidos
a Medellín, la mejor ciudad del mundo!”… Resulta habitual esta actitud de
hinchada entre sus vecinos. En un primer recorrido, desde el Poblado, zona
rimbombante y acomodada con vecinos en su mayoría pertenecientes a los estratos
5 y 6 del país –clase alta y media alta–, a la Fiesta del
Libro, que toma cada año el jardín botánico al aire libre, a primera vista
el paisaje acompaña cualquier tono triunfalista por parte de sus habitantes:
con buenos restaurantes, centros comerciales, edificios inteligentes y puentes
colgantes. Pero, a medida que se va acercando a la ladera del río, donde
deambulan los espectros de desheredados esparcidos en montículos al calor de
una hoguera o a resguardo de los puentes, buscándose la vida y quizá la muerte
al compás del caudal más o menos normalizado del Medellín, las visiones
escamotean con su sombra bastante fuerza a los discursos más optimistas.
La ciudad ha cambiado. La región, también. Es un hecho.
Aunque quizá haya que emplear para ser más rigurosos el gerundio. Está
cambiando. No es fácil. Instaurar
valores cívicos se impone como tarea de generaciones. Y eso en Medellín se
ha convertido en una obsesión. Programada. Inapelable. Montar en el orgullo
local que supone el metro o ya el metrocable –imponente teleférico con destino a los márgenes
del lumpen, hacia los barrios más alejados– es adentrarse en un espacio sujeto
a permanentes mensajes constructivos.
Por las paredes y por los altavoces saltan las indicaciones de solidaridad,
respeto, urbanidad, limpieza…
Resultaba
y resulta necesario. Cuando, a principios de la década de los noventa, Medellín
era sinónimo de cartel de la droga, territorio dominado por el narcotraficante
más sanguinario de la historia de Colombia –hoy recuperado en una polémica
narcotelenovela–; cuando todo estaba en manos de “ese señor que no vamos a
nombrar”, como avisan los asesores de cualquier político local hoy, dejando más
patente su alargada e inquietante sombra, se imponía la necesidad de una acción
radical.
Y,
quizá, desde la ahora atribulada España, el ministro de Educación y Cultura,
Wert, el dueño de las cuentas Cristóbal Montoro y el propio Mariano Rajoy no lo
crean, pero hubo un tiempo en el que recién liberados de la barbarie, cuando a
duras penas algunos querían sacar a la vista el pescuezo, unos activistas
locales salidos de la universidad, y metidos después a políticos, inyectaron a
la ciudad que tenía la tasa de homicidios más elevada del mundo una terapia
salvaje de educación y cultura como
medio seguro de salvación. Hasta tal punto que hoy no ellos, sino
otros, como el actual alcalde Aníbal Gaviria, han continuado con esa senda en el Ayuntamiento y dedican entre el 25% y el
30% del presupuesto municipal total a esos menesteres. En cosas serias, nada de
recortes.
El
pionero se llama Sergio
Fajardo, antiguo alcalde, hoy gobernador de Antioquia, a quien muchos ven
futuro presidente de la república. “Yo no me centro en pensar eso…”, regatea
él. Pero quizá Colombia sí crea y se plantee que es posible. Fajardo explica su
gestión de manera muy didáctica y cercana, embutido en su polo gris, tomándose
un café en la terraza de un hotel, sin querer en ningún momento acuartelarse,
de forma muy natural, con su transparente contundencia de matemático enmarañado
ya sin remisión en la política activa después de haber recolocado a su ciudad
en el mapa internacional como un ejemplo de superación y ruptura radical con la
violencia.
“Comenzamos
nuestra tarea como un proyecto político de transformación con un profundo
sentido de lo que había acá…”, comenta Farjardo, hoy gobernador por el Partido
Verde, en alianza coyuntural también con el alcalde Gaviria, aunque vigilándose
de reojo con este, perteneciente al Partido Liberal.
Lo
que había acá, según lo contado, lo cantado, lo narrado, era una decrépita
catadura moral, infectada por años de podredumbre en los valores instaurada por
el narcotráfico en connivencia con un ambiente bélico donde, por medio,
campaban la guerrilla, los paramilitares y una estructura de poder político
tolerante con el panorama. El Medellín que describen, entre otros, Héctor
Abad Faciolince en El
olvido que seremos, donde narra el asesinato de su padre médico por
los paramilitares, o, si cabe, con más ferocidad, el maestro Fernando Vallejo, que si ya en su día se vació sobre su
ciudad natal con La virgen de
los sicarios, sigue haciéndolo crónicamente en libros como Peroratas: “Hoy no solo están
congestionadas las calles, las carreteras, los hospitales. Está congestionada
la mismísima morgue, donde ya no caben los cadáveres”.
El
dirigente antioqueño, con esos retratos que han traspasado fronteras en el
cogote, se ha rebelado siempre contra ese destino y rememora su asalto al poder
en aquel contexto, donde él y los universitarios de su movimiento, “similar en
España a lo que podrían ser los indignados”, comenta Fajardo, “recorrimos los rincones, nos pusimos la
ciudad en la piel, en el corazón y en la razón. La caminamos, la olimos y, por
supuesto, la estudiamos”.
De ahí
brotó una urgente apuesta por la dignidad, cuenta el político. “Una apuesta que
salía del convencimiento de que nuestro problema más grave era la desigualdad,
que, a su vez, generaba violencia y una cultura de la ilegalidad”. De ahí parió
su famoso lema: “Medellín, la más educada”. El mismo que no ha tenido ahora más
remedio que trasladar a toda la región: “Antioquia, la más educada”. Un lema
acompañado del 50% de su presupuesto total como región en educación y cultura.
Y,
con ello, una radical apuesta por ese vínculo en los barrios más violentos y
marginales, donde instalaron infraestructuras de poderosa simbología: bibliotecas, centros culturales, y
rompieron su aislamiento de salvaje urbanismo congénito y desmadrado
proporcionando transporte urbano que llegara a todas las esquinas, como el
metrocable.
Sus
iniciativas fueron bastante celebradas. Respetadas, alentadas por sus sucesores
y, lo que es más importante, bienvenidas por un vecindario que, rompiendo los
esquemas de los gobernantes más obtusos, cuida lo que se le ha legado como si
fueran templos. “Ningún edificio público ha sufrido el menor ataque”, resalta
Fajardo.
Pero
no da impresión el gobernador de haber colmado una tarea, ni una gestión. Cosa
que tampoco hace Gaviria, el alcalde. El político liberal esgrime el discurso
de la metamorfosis. Una línea que basa su argumentación en cifras
independientes de las oficiales al municipio como las del Sistema de
Información para la Seguridad y la Convivencia. Según estas, Medellín ha pasado
de ser la ciudad con la tasa de homicidios más alta del mundo por cada 100.000
habitantes (380,6) en 1991 a la número 24 en 2013 (41,7 asesinatos), y con el
objetivo de bajar este año del número 30 en el ranking. De ahí su línea: la
metamorfosis. “Construir lo que queremos en cuatro años es muy complejo. Pero
nos damos por satisfechos si logramos hacer crecer la semilla de la educación,
la cultura y el civismo en la ciudad. Es nuestro eje principal”.
No
caben triunfalismos, pero sí confianza. No entran cegueras, pero sí un
razonable orgullo paisa recuperado que puede
degenerar en nacionalismo trasnochado si no controlan cierto sentido de
superioridad creciente en la región, muy tendente a la rivalidad permanente con
lo bogotano. Incluso en lo más bajo compiten, como comenta un conductor cuando
trata de comparar las clases políticas: “Aquí roban de a poquito, con cariño,
en Bogotá se la llevan toda, los nuestros se quedarán su tajadica, pero al menos
acaban la obras…”.
Aunque
restan retos. La violencia no se extirpa de un día para otro. Es cuestión de
generaciones ganadas a la imposición de unos principios que se pasaban por el
forro el valor de la vida. La derrota de Escobar fue el comienzo. Trajo la
desarticulación de un reinado, aunque produjo una descontrolada dispersión de
delincuencia organizada. Los estragos ahí quedaron. Por eso, lo más urgente
para las autoridades fue articular un básico discurso de civismo que iba a tardar
en cuajar si no llegaba acompañado de acciones visibles.
Una
de ellas son los colegios del plan
20, que llaman. Experiencias piloto en la educación pública, con los mejores
equipamientos técnicos y lúdicos, con ropa y alimentación aseguradas en los
barrios de estratos más bajos para salir del hoyo. El número no es
caprichoso. Se trata de que, en 2020, la mayoría de los colegios públicos
presenten esas condiciones. Y si algo tiene ganado Medellín es que la mayoría
de los centros –el 80%– son públicos en vez de privados, mientras que en otras
ciudades como Cali ocurre justo al revés, como cuenta Horacio Arango, asesor de
Fajardo en la Gobernación.
Si
los dirigentes esgrimen frente al forastero el discurso de la educación, una
ONG como Con-vivamos, en
pleno frente callejero, coloca el foco en otros aspectos. Luis Mosquera hace
caer en la cuenta de que la relativa pacificación surgida tras la desaparición de
Escobar ha sido producto también de un despliegue de fuerzas –7.800 efectivos
policiales–, algo que supone 3 agentes por cada 100 habitantes. “Estamos
altamente militarizados”, afirma. “¿Y así, cómo es posible que continúen los
homicidios?”.
No en
el mismo cogollo de Medellín, pero sí en los alrededores… Y aumentando… Sobre
todo en municipios como Bello, Copacabana, Girardota, Barbosa, Itagüí, La
Estrella, Envigado y Sabaneta, admite Mosquera. “Los muertos aparecen en caños,
autopistas…”, a muchos ni se les reclama. Todo es producto de un pacto,
aseguran en Convivamos, organización surgida hace 40 años bajo la inspiración
de la Teología de la Liberación, que contó en sus comienzos en Medellín con
impulso importante.
Tras
el desperdigamiento del grupo de Escobar, la ciudad ha pasado a manos de los
paramilitares. “Hoy, los Urabeños predominan. Les quitaron el control a otros
como Los Rastrojos y Los Paisas, sobre todo tras el enfrentamiento que tuvo
lugar en la zona de Aures –donde hoy se puede visitar uno de los colegios
punteros– a principios de 2011”. No solo se hicieron con los territorios de
grupos similares a los suyos, sino que también le fueron ganando la partida a
don Berna, el narco con mando en plaza, cabeza de la llamada Oficina de
Envigado.
Aunque
no es la única organización que controla el territorio. También los Triana, con
sus, aproximadamente, 3.000 hombres, se hacen cargo de la venta de cocaína y
marihuana, así como de controlar los comercios locales y cobrar sus
extorsiones, que van desde 50.000 pesos a cada transportista por día hasta
20.000 o 100.000 a los comerciantes semanalmente. “Las iniciativas de Fajardo
es cierto que han reducido en gran parte el problema, y que se han multiplicado
las becas, las ayudas y el acceso a la universidad, pero no resultan
suficientes para acabar con la violencia, ni con la tentación de vida fácil
para los jóvenes que llevan a cabo las bandas cuando la tasa de desempleo es
del 12%”, asegura Mosquera.
Una
cierta desconfianza en el futuro, un cierto desencanto, se respira a veces
también en barrios como Moravia. Alejado en su aspecto y su idiosincrasia de la
región checa y centroeuropea, aquel lugar creció al compás de la basura. Hoy,
un monte verde, transformado gracias al césped crecido sobre el detritus,
abriga sus casas y sus riachuelos. Entre una cancha de baloncesto que mandó
construir Escobar y las estrechas calles se puede pasear hoy sin temor. Más, si
de la mano te lleva Gladys Rojas, una destacada activista del vecindario.
Cuando
ella llegó a Medellín tenía tres años. “Veníamos desplazados de Uramita. Allí
se libró una guerra entre liberales y godos (conservadores), pero un patrón
salvó a mi papá, no lo dejó matar, y cuando llegó mi madre se hicieron un
ranchito pegado al cementerio”. Entonces empezó el negocio del reciclado, algo
de lo que ha vivido durante décadas la mayoría de la gente barrio. “Agarraban
lo que la gente botaba de basura al río, y ahí empezó la lucha. A mí papá luego
le iban a dar una casita, pero como bebía mucho no la conseguía, y como en
todas partes hay un vivo, este le cedió una manzana con huerto para que se lo
cultivara, mitad papa, mitad frijol. Así fue como seguimos viviendo acá, cerca
del basurero”.
Todo
valía. “Se llenó el barrio de desechos. Nos vestíamos con lo que caía de ahí, y
comíamos de lo que quedaba en las grúas: de la Zenú sacábamos la carne; de la Noel, galleticas; de Inestra, polvito y jabón, y
la de la placita nos daba para papita, cebolla y tomates…”. Resultaba una
diaria y tremenda lucha por la supervivencia. “Éramos 11 hermanos. Fueron
muriendo hasta quedar 4”. Algunos días tocaba premio. “Por aquí pasaba el tren,
el de carga y el de lujo, que venía por Navidad. La alegría más grande para
nosotros era que llegara. Nos tiraban paqueticos y ese día contábamos con ropa
nueva”.
Otros
trayectos resultaban más truculentos. “A veces, mi papá nos mandaba salir
cuando escuchaba el pitido. Cogíamos unas bolsitas, buscábamos la sangre, primero; luego, lo
más grande, el cadáver.
Por recogerlo, a mi padre le daban algo con que comprar manteca”.
Así
más o menos discurría la vida por Moravia, entre despojos y muertos con que ganarse
la vida. Hasta que llegó el padre Vicente Mejía y trató de aportar algo de
dignidad. Se trataba, dicen, de un guerrillero del M-19. “Le gustaban los
pobres”. Llegaron revueltas apoyadas por universitarios. “Nos ayudaban a tirar
piedras a la ley”.
El negocio de la basura continuaba y crecía a medida que la ciudad se
superpoblaba. Fue creciendo el cerro. La montaña, cubierta de césped hoy, era
una cordillera labrada con caliza de periódicos, desechos, mierda, rodeada de
lo que Gladys recuerda como un lago hermoso, “un agua en la que nos metíamos a
por unos pescaditos que llamábamos liso-liso”. Basura va, basura viene, aun
así, en la época del padre Mejía todo era muy especial, según Gladys. “Recogía
platica desde junio, y en Navidad compraba un novillo que repartía entre el
vecindario”. Ahora no. Ahora, pese a que ya no apesta el cerro, algunas plantas
adornan el paso del agua, los chavales tienen canchas de fútbol y puedes
reunirte en el centro cultural a recibir clases de música o a ver una película,
a esta mujer le invade una tristeza difícil de alejar. No es solo que a su hijo
lo matara la guerrilla, “es que la droga se apoderó de Moravia, los pelaos
crecen, y la mayoría son viciosos. La ley viene, cobra su vacuna y sigue
vendiendo. A uno le da mucha tristeza, pero estos señores nos tienen
apabullados y así nos dejan morir”.
Quizá
se animara algo más Gladys llegándose a la última
Fiesta del Libro, celebrada este otoño, observando a los colegiales
adentrarse en las actividades y los puestos de las editoriales o las librerías
entre la ordenada maleza del jardín botánico que queda al lado de su barrio.
Allí, Juan Diego Mejía, el
perseverante y lúcido director de este evento, cree que la trayectoria del
mismo ha sido una batalla ganada por la cultura a la calle y que así debe
seguir.
Como
lo son esos visibles símbolos de la cultura que reinan en los barrios y se
hacen omnipresentes en ellos. Dentro de la Biblioteca España, en pleno Santo Domingo,
uno de los antaño reductos más violentos de la ciudad, algún cartel espontáneo
reza: “Un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido”. En el Medellín de
hoy, donde se libra tensamente esa visible batalla del bien contra el mal, la
frase no resulta ninguna exageración.
Privatización del uso del espacio público
Los cascos históricos sufren constantes reformas injustificadas
Aparte de las obras, la privatización de su uso es una amenaza
Las terrazas y
otras instalaciones son una privatización del espacio público. / Samuel Sánchez
En los años
ochenta, la monumental plaza del Obradoiro de Santiago de Compostela servía,
como tantas otras plazas históricas españolas, de aparcamiento. Cuando la
Unesco declaró la ciudad Patrimonio de la Humanidad, los coches fueron
desapareciendo y comenzó una lenta peatonalización no exenta de las protestas
de muchos de los comerciantes y viandantes que hoy la disfrutan. Tras la
desaparición de los coches de la mayoría de esos centros, los peligros son hoy
otros. Conseguir calles para quedarse en la calle es cada vez más difícil. Con
las arruinadas arcas de los consistorios, la tentación de sacar rédito al
espacio público con la excusa de crear empleo y riqueza se presenta tan poco imaginativa
como inevitable. Sin embargo, las consecuencias de devorar ese espacio
colectivo son nefastas para las ciudades y sus habitantes. Sin espacio para
compartir, ¿en qué se transforma una urbe?
Cuando la
arquitectura no ofrece una lección de civismo puede mostrar lo contrario, el
retrato de una sociedad capaz de vender su alma al diablo. Por eso el debate de
la progresiva privatización de las calles arde en una de las plazas más
emblemáticas de España, la Puerta del Sol de Madrid, el kilómetro cero del
país. ¿La razón? Su incesante hacerse y rehacerse. Son muchos los ciudadanos
que han puesto el grito en el cielo ante el anuncio de que el escenario de las
acampadas del 15-M va a cambiar de nuevo a pesar de que vivió su última
transformación hace apenas cuatro años.
Aquellas obras
sirvieron para ubicar en el subsuelo una nueva estación de tren. Con la reforma
recién estrenada, el Colegio de Arquitectos de Madrid ha anunciado un concurso
internacional para volver a rediseñarla. En dicho colegio esgrimen que buscan
el alma del lugar, “dotar de relato” esa clásica encrucijada de la ciudad. Para
ello han abierto una consulta ciudadana con un cuestionario que pregunta si
quieren sentarse en la plaza —que hoy no tiene bancos— pero que no plantea si
están interesados en cambiarla de nuevo. Tampoco puede el ciudadano preguntar
por qué no pensaron todo esto antes de concluir los trabajos anteriores. ¿Se
levantan con demasiada frecuencia los centros históricos españoles? ¿Para qué
conviene cambiarlos?
En un país sembrado
de aeropuertos y autopistas innecesarios, nadie se atreve a atribuir
públicamente a las comisiones la motivación que hay detrás de tanta reforma.
Sin embargo, no pocos hablan abiertamente de propaganda: “Es muy propio de este
país hacer obras en los sitios más visibles de las ciudades como estrategia
electoralista a cargo del erario público”, sostiene Vicente Patón, presidente
de la asociación Madrid, Ciudadanía y Patrimonio. Este arquitecto explica que
“en el centro de Madrid se remodelan una y otra vez los mismos sitios, y lo más
triste es que no mejoran nada, todo lo contrario”. Patón considera que Sol
“empeoró en 2009”, pero argumenta que está nueva, y que Madrid no puede
permitirse más obras ni gastos innecesarios. Aunque el Colegio de Arquitectos
asegure que gran parte del desembolso económico provendría de dinero privado,
“estos inversores van a ser interesados y probablemente contrarios a los
intereses de los ciudadanos”, zanja.
Es una opinión extendida que a la célebre Puerta del Sol le basta con estar
limpia y despejada, tal como estuvo durante el siglo XIX y buena parte del XX.
Incluso Rafael Moneo, anunciado como jurado del concurso del que él mismo
recela —“no me negué por buena vecindad”— piensa que “en esa plaza se tiene que
hacer muy poco: allí se ve la fuerza de lo urbano y lo pequeño ya no importa”,
explica en alusión a la ausencia de bancos y árboles.
Con todo, la
presencia del Pritzker español en el jurado que decidirá sobre la futura plaza,
y la de otro destacado arquitecto nacional, Emilio Tuñón, autor del MUSAC de
León, legitima ese concurso en entredicho. Tuñón anima a “no estar tan
preocupado por relatos sobreimpuestos”. Para él, “la vida es transformación y
las ciudades siempre están expuestas a cambios. Es natural que los centros
históricos también se alteren”.
Itziar González
Virós, que dimitió como concejal del Centro Histórico de Barcelona tras
representar al PSC de 2007 a 2010, precisamente por discrepancias urbanísticas
con su partido, asegura desde su ciudad que le ofenden las inversiones en una
plaza que ahora es un espacio simbólico de las reivindicaciones de lo público.
“Me parece sospechoso que de repente sea necesario adecuar ese lugar
emblemático de la fuerza ciudadana”, sostiene. “Creo que es una manera de
ocupar, desde la privatización del poder, el lugar simbólico de nuestra
exigencia de calidad democrática”.
En esa línea,
el antropólogo Manuel Delgado opina que la anunciada transformación tiene que
ver con “convertir las ciudades en objeto de consumo”. “Los centros históricos
responden a la voluntad de generar espacios urbanos vendibles, atractivos para
el turista y el inversor”, opina. Para él, la nueva remodelación de Sol
responde “al retroceso de Madrid en el mercado de ciudades y a la necesidad de
reformular su presentación como objeto de consumo”.
Delgado advierte de los procesos de gentrificación sufridos en tantos
centros históricos —la expulsión de vecinos de clases populares y su
sustitución por inquilinos de clases medias o altas—, “así como el acoso contra
pobres, prostitutas o cualquier otro elemento que pudiera afear el producto buscado”.
¿Cuál es ese producto buscado? ¿Qué se quiere hacer con los centros? “Decorados
para prácticas sociales rentables”, contesta. El autor de El espacio público
como ideología asegura que es habitual el veto a los actos de protesta en los
centros. Por eso también a él le cuesta separar los planes de remodelación de
Sol de la identidad de ese espacio, en los últimos tiempos, como “escenario
activo de apropiaciones por parte de sectores en conflicto”. Habla del 15-M:
“Ni que decir tiene que después de la reforma Sol ya no volverá a servir para
que allí pasen cosas”, sostiene.
Hay muchas
maneras de que el espacio público deje de ser público sin que ese cambio de
titularidad se evidencie a ojos de todos los ciudadanos. La más sencilla es la
invasión: privatizarlo con pistas de patinaje, con puestos de feria, con
terrazas de cafeterías...
“Los
Ayuntamientos se están dando cuenta de que el espacio público es la caja de
resonancia de nuestras exigencias ciudadanas”, sostiene González Virós, una
urbanista especializada en procesos de participación ciudadana y en solución de
conflictos en el espacio público. Aunque admite que las plazas despejadas y
duras (pavimentadas) han tenido muchos inconvenientes, considera que ahora
tienen una función social. “Este no es el momento de empezar a plantar árboles
en las plazas grandes de los centros urbanos”, dice.
Por si hiciera
falta recordarlo, explica que hay otras urgencias, y reclama que los ciudadanos
necesitan un espacio donde poder manifestarse. Sabe de qué habla: “La adecuación
de los espacios públicos fue la bandera de la mayoría de los Ayuntamientos
democráticos y, en este momento, la privatización de los mismos es la bandera
de la reforma antidemocrática que estamos viviendo de mano de casi todos los
gobiernos actuales”, recuerda. “Del PP a Convergència i Unió pasando por el
PSOE”, matiza. “Todos hablan el mismo idioma en la calle. Esto es: callan ante
lo que deciden los inversores”.
Con la excusa
de dinamizar el comercio, la privatización del espacio público, o lo que es lo
mismo; la invasión de terrazas y puestos ambulantes, está devorando las
ciudades. Donde antes cualquiera podía sentarse en un banco, ahora solo puede
hacerlo quien tiene dinero para pagar una copa, un relajante café con leche o
una cena.
Rafael Moneo no
se muestra contrario a esas terrazas: “La gente necesita lugares públicos en
los que poder hablar y fumar juntos”, dice. Sin embargo, la exconcejala
barcelonesa recela de la nueva normativa de su ciudad para terrazas, que hace
perder cada vez más metros cuadrados a los ciudadanos: “Se quiere convertir el
espacio público en rentable y eso es antipúblico”.
González Virós
está convencida de que la única manera de recuperar la calle es contando con el
apoyo de la ciudadanía. Y pasando revista a sus propios errores, aconseja no
pedir opinión a los ciudadanos para asuntos que no les interesan: “Nunca
inicies un proceso de participación si no hay una necesidad expresa de la
ciudadanía”. En ese punto, en el principio más básico, en la razón de ser de
una obra, es donde fracasa el concurso convocado para mejorar la Puerta del
Sol. “Creo que evitan la posible respuesta sobre lo innecesario de la obra y
derivan hacia aspectos secundarios como los arbolitos o los bancos, que es
cierto que no existen pues fueron eliminados, pero que vendrán bien para
justificar la instalación de terrazas, es decir, de asientos de pago a
beneficio de algún empresario favorecido”, comparte Patón.
Como
alternativa, González Virós es radical. Defiende las acciones no mercantiles,
las iniciativas vecinales de recuperación de la calle para la vida comunitaria
que afloran en ciudades como Zaragoza o Sevilla en la estela de lo que
sucediera en urbes como Berlín. “El futuro de la ciudad está más en el
activismo que en la política territorial de las administraciones públicas. No
hace falta que hagan nada, pero por lo menos que no ocupen el suelo. Que dejen
los vacíos y la ciudadanía ya hará allí lugares de encuentro y demostrará cómo quiere
vivir”, propone.
La idea de
Patón para cuidar los centros es distinta. Consiste en salvar su verdadera
historia y la relación de esta con el ciudadano. “Estamos viendo hoy que la
ciudad no la hacen los ciudadanos, ni siquiera como electores, ni propiamente
los políticos con criterios que deberían ser democráticos, sino los oligarcas
que manejan cada vez más los hilos de todo el entramado social: los potentados
ponen el dinero con el que los políticos ganan elecciones y después exigen su
tributo como recalificaciones o planes urbanísticos adecuados a sus planes
financieros. En este sentido, los políticos son profundamente incultos y a
menudo sinvergüenzas, y el electorado se compone en un gran porcentaje de
personas de escasa formación y deformada información. Con estos mimbres es muy
difícil que una democracia pueda ser real”, resume.
Para ser
constructivos, merece la pena compararse con los vecinos, con las calles de
Oporto o París. Son muchos los centros históricos españoles —de Valencia a
Barcelona, Bilbao o Madrid— que, durante años, han ido perdiendo edificios y
comercios en aras de una modernidad que ha resultado ser una moda efímera. Y,
sin embargo, vivimos un resurgir de los falsos establecimientos de época. ¿Qué
está pasando? “Ahora que se viaja más, el público viene admirado de lo que ve
en Roma o Viena y eso incita a muchos comerciantes a reproducir un pasado
postizo”.
El resultado es
el parque temático de cartón piedra en que se están trasformando tantos centros
históricos: cómodos, seguros y decorados, “sin ninguno de los encantos de la
versión original, pero capaces de satisfacer a ese público turístico que vive
más en lo virtual que en lo real”, explica Patón.
Manuel Delgado
lo resume sin caridad: “Un centro histórico único es idéntico a otro centro
histórico único”. Y lo razona explicando que cuando un centro urbano es
intervenido y tematizado “lo que se produce es la expulsión de él de la
historia, es decir, de la vida real, con sus contradicciones, miserias y
conflictos”.
¿Qué hacer para
evitar esa broma pesada? “Cada centro histórico es peculiar e irrepetible —si
lo que se pretende es algo más que visitar sus tiendas de Prada y sus HM—”,
objeta Patón. Delgado lo ve de otra manera. Para él los centros históricos son
como “reservas naturales en las que la historia se preserva del conflicto, una
pura imagen estereotipada y falsa”. Explica que la mayoría de los centros que
conoce —de Quito a México DF pasando por Buenos Aires o Guayaquil— están
conociendo ese proceso de transformación en históricos, “es decir, en centros
que existen exiliando o manteniendo a raya la historia”, ironiza. “Todos
parecen cortados con idéntico patrón. Por eso se puede tener la ilusión de que
en cada uno te cruzas con los mismos viandantes con los que te cruzaste en el
último que visitaste”.
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