El País Semanal
REPORTAJE
Medellín: ciudad en metamorfosis
El narcotráfico convirtió a la capital de Antioquia en la ciudad más violenta del mundo. Conscientes de esa lacra, el equipo de políticos ‘outsiders’, con el matemático Sergio Fajardo al frente, inyectaron una cura radical de cultura y educación.
En
mitad del valle, Medellín resulta un atribulado cauce donde apenas se distingue
el agua debatiéndose entre dos laderas. De día lo encierran unas paredes de
montañas verdes teñidas por el rojo de los ladrillos y las venas de asfalto que
lo atraviesan hacia arriba sin respetar ni hacerse cargo de los serpenteos que
suelen hacer más llevaderos los ascensos a las cumbres. De noche, parece que en
cualquier momento va a ser deglutida por una lava de neón empeñada en guiñar
intermitentemente sus diminutos resplandores de luciérnaga electrizante.
Esa
colmena que acoge más de 3,5 millones de habitantes –la segunda de toda Colombia
comprendiendo el área metropolitana– encierra sueños de supervivencia, un orgullo paisa que todo lo
puede, pasados recientes casi única y exclusivamente teñidos de sangre,
presentes de violencia latente y patente en pulso firme y activo con la
civilización, inversiones tremendas en infraestructuras caídas del cielo para
darle la vuelta al infierno comandado por el fantasma de Pablo
Escobar, coches que desgastan a toda mecha sus embragues y sus pastillas de
frenos por lo enconado de las cuestas, industria emergente, narcos dispersos, a
expensas de alianzas cambiantes con los –por el momento– preponderantes paramilitares,
gentes de bien, estudiantes con futuro, políticos de viejo y también de
novísimo cuño, decididas y audaces apuestas culturales, activas ONG jamás
dispuestas a comprar los discursos oficiales, sedes de grandes empresas
nacionales e internacionales, pujanza y miedo en dosis similares, esperanza y
resignación a partes milimétricamente parejas, lo emergente y el detritus, la
vida en pugna, una batalla de décadas ya entre el bien y el mal… Quizá una
metáfora de la presente América Latina.
“Bienvenidos
a Medellín, la mejor ciudad del mundo!”… Resulta habitual esta actitud de
hinchada entre sus vecinos. En un primer recorrido, desde el Poblado, zona
rimbombante y acomodada con vecinos en su mayoría pertenecientes a los estratos
5 y 6 del país –clase alta y media alta–, a la Fiesta del
Libro, que toma cada año el jardín botánico al aire libre, a primera vista
el paisaje acompaña cualquier tono triunfalista por parte de sus habitantes:
con buenos restaurantes, centros comerciales, edificios inteligentes y puentes
colgantes. Pero, a medida que se va acercando a la ladera del río, donde
deambulan los espectros de desheredados esparcidos en montículos al calor de
una hoguera o a resguardo de los puentes, buscándose la vida y quizá la muerte
al compás del caudal más o menos normalizado del Medellín, las visiones
escamotean con su sombra bastante fuerza a los discursos más optimistas.
La ciudad ha cambiado. La región, también. Es un hecho.
Aunque quizá haya que emplear para ser más rigurosos el gerundio. Está
cambiando. No es fácil. Instaurar
valores cívicos se impone como tarea de generaciones. Y eso en Medellín se
ha convertido en una obsesión. Programada. Inapelable. Montar en el orgullo
local que supone el metro o ya el metrocable –imponente teleférico con destino a los márgenes
del lumpen, hacia los barrios más alejados– es adentrarse en un espacio sujeto
a permanentes mensajes constructivos.
Por las paredes y por los altavoces saltan las indicaciones de solidaridad,
respeto, urbanidad, limpieza…
Resultaba
y resulta necesario. Cuando, a principios de la década de los noventa, Medellín
era sinónimo de cartel de la droga, territorio dominado por el narcotraficante
más sanguinario de la historia de Colombia –hoy recuperado en una polémica
narcotelenovela–; cuando todo estaba en manos de “ese señor que no vamos a
nombrar”, como avisan los asesores de cualquier político local hoy, dejando más
patente su alargada e inquietante sombra, se imponía la necesidad de una acción
radical.
Y,
quizá, desde la ahora atribulada España, el ministro de Educación y Cultura,
Wert, el dueño de las cuentas Cristóbal Montoro y el propio Mariano Rajoy no lo
crean, pero hubo un tiempo en el que recién liberados de la barbarie, cuando a
duras penas algunos querían sacar a la vista el pescuezo, unos activistas
locales salidos de la universidad, y metidos después a políticos, inyectaron a
la ciudad que tenía la tasa de homicidios más elevada del mundo una terapia
salvaje de educación y cultura como
medio seguro de salvación. Hasta tal punto que hoy no ellos, sino
otros, como el actual alcalde Aníbal Gaviria, han continuado con esa senda en el Ayuntamiento y dedican entre el 25% y el
30% del presupuesto municipal total a esos menesteres. En cosas serias, nada de
recortes.
El
pionero se llama Sergio
Fajardo, antiguo alcalde, hoy gobernador de Antioquia, a quien muchos ven
futuro presidente de la república. “Yo no me centro en pensar eso…”, regatea
él. Pero quizá Colombia sí crea y se plantee que es posible. Fajardo explica su
gestión de manera muy didáctica y cercana, embutido en su polo gris, tomándose
un café en la terraza de un hotel, sin querer en ningún momento acuartelarse,
de forma muy natural, con su transparente contundencia de matemático enmarañado
ya sin remisión en la política activa después de haber recolocado a su ciudad
en el mapa internacional como un ejemplo de superación y ruptura radical con la
violencia.
“Comenzamos
nuestra tarea como un proyecto político de transformación con un profundo
sentido de lo que había acá…”, comenta Farjardo, hoy gobernador por el Partido
Verde, en alianza coyuntural también con el alcalde Gaviria, aunque vigilándose
de reojo con este, perteneciente al Partido Liberal.
Lo
que había acá, según lo contado, lo cantado, lo narrado, era una decrépita
catadura moral, infectada por años de podredumbre en los valores instaurada por
el narcotráfico en connivencia con un ambiente bélico donde, por medio,
campaban la guerrilla, los paramilitares y una estructura de poder político
tolerante con el panorama. El Medellín que describen, entre otros, Héctor
Abad Faciolince en El
olvido que seremos, donde narra el asesinato de su padre médico por
los paramilitares, o, si cabe, con más ferocidad, el maestro Fernando Vallejo, que si ya en su día se vació sobre su
ciudad natal con La virgen de
los sicarios, sigue haciéndolo crónicamente en libros como Peroratas: “Hoy no solo están
congestionadas las calles, las carreteras, los hospitales. Está congestionada
la mismísima morgue, donde ya no caben los cadáveres”.
El
dirigente antioqueño, con esos retratos que han traspasado fronteras en el
cogote, se ha rebelado siempre contra ese destino y rememora su asalto al poder
en aquel contexto, donde él y los universitarios de su movimiento, “similar en
España a lo que podrían ser los indignados”, comenta Fajardo, “recorrimos los rincones, nos pusimos la
ciudad en la piel, en el corazón y en la razón. La caminamos, la olimos y, por
supuesto, la estudiamos”.
De ahí
brotó una urgente apuesta por la dignidad, cuenta el político. “Una apuesta que
salía del convencimiento de que nuestro problema más grave era la desigualdad,
que, a su vez, generaba violencia y una cultura de la ilegalidad”. De ahí parió
su famoso lema: “Medellín, la más educada”. El mismo que no ha tenido ahora más
remedio que trasladar a toda la región: “Antioquia, la más educada”. Un lema
acompañado del 50% de su presupuesto total como región en educación y cultura.
Y,
con ello, una radical apuesta por ese vínculo en los barrios más violentos y
marginales, donde instalaron infraestructuras de poderosa simbología: bibliotecas, centros culturales, y
rompieron su aislamiento de salvaje urbanismo congénito y desmadrado
proporcionando transporte urbano que llegara a todas las esquinas, como el
metrocable.
Sus
iniciativas fueron bastante celebradas. Respetadas, alentadas por sus sucesores
y, lo que es más importante, bienvenidas por un vecindario que, rompiendo los
esquemas de los gobernantes más obtusos, cuida lo que se le ha legado como si
fueran templos. “Ningún edificio público ha sufrido el menor ataque”, resalta
Fajardo.
Pero
no da impresión el gobernador de haber colmado una tarea, ni una gestión. Cosa
que tampoco hace Gaviria, el alcalde. El político liberal esgrime el discurso
de la metamorfosis. Una línea que basa su argumentación en cifras
independientes de las oficiales al municipio como las del Sistema de
Información para la Seguridad y la Convivencia. Según estas, Medellín ha pasado
de ser la ciudad con la tasa de homicidios más alta del mundo por cada 100.000
habitantes (380,6) en 1991 a la número 24 en 2013 (41,7 asesinatos), y con el
objetivo de bajar este año del número 30 en el ranking. De ahí su línea: la
metamorfosis. “Construir lo que queremos en cuatro años es muy complejo. Pero
nos damos por satisfechos si logramos hacer crecer la semilla de la educación,
la cultura y el civismo en la ciudad. Es nuestro eje principal”.
No
caben triunfalismos, pero sí confianza. No entran cegueras, pero sí un
razonable orgullo paisa recuperado que puede
degenerar en nacionalismo trasnochado si no controlan cierto sentido de
superioridad creciente en la región, muy tendente a la rivalidad permanente con
lo bogotano. Incluso en lo más bajo compiten, como comenta un conductor cuando
trata de comparar las clases políticas: “Aquí roban de a poquito, con cariño,
en Bogotá se la llevan toda, los nuestros se quedarán su tajadica, pero al menos
acaban la obras…”.
Aunque
restan retos. La violencia no se extirpa de un día para otro. Es cuestión de
generaciones ganadas a la imposición de unos principios que se pasaban por el
forro el valor de la vida. La derrota de Escobar fue el comienzo. Trajo la
desarticulación de un reinado, aunque produjo una descontrolada dispersión de
delincuencia organizada. Los estragos ahí quedaron. Por eso, lo más urgente
para las autoridades fue articular un básico discurso de civismo que iba a tardar
en cuajar si no llegaba acompañado de acciones visibles.
Una
de ellas son los colegios del plan
20, que llaman. Experiencias piloto en la educación pública, con los mejores
equipamientos técnicos y lúdicos, con ropa y alimentación aseguradas en los
barrios de estratos más bajos para salir del hoyo. El número no es
caprichoso. Se trata de que, en 2020, la mayoría de los colegios públicos
presenten esas condiciones. Y si algo tiene ganado Medellín es que la mayoría
de los centros –el 80%– son públicos en vez de privados, mientras que en otras
ciudades como Cali ocurre justo al revés, como cuenta Horacio Arango, asesor de
Fajardo en la Gobernación.
Si
los dirigentes esgrimen frente al forastero el discurso de la educación, una
ONG como Con-vivamos, en
pleno frente callejero, coloca el foco en otros aspectos. Luis Mosquera hace
caer en la cuenta de que la relativa pacificación surgida tras la desaparición de
Escobar ha sido producto también de un despliegue de fuerzas –7.800 efectivos
policiales–, algo que supone 3 agentes por cada 100 habitantes. “Estamos
altamente militarizados”, afirma. “¿Y así, cómo es posible que continúen los
homicidios?”.
No en
el mismo cogollo de Medellín, pero sí en los alrededores… Y aumentando… Sobre
todo en municipios como Bello, Copacabana, Girardota, Barbosa, Itagüí, La
Estrella, Envigado y Sabaneta, admite Mosquera. “Los muertos aparecen en caños,
autopistas…”, a muchos ni se les reclama. Todo es producto de un pacto,
aseguran en Convivamos, organización surgida hace 40 años bajo la inspiración
de la Teología de la Liberación, que contó en sus comienzos en Medellín con
impulso importante.
Tras
el desperdigamiento del grupo de Escobar, la ciudad ha pasado a manos de los
paramilitares. “Hoy, los Urabeños predominan. Les quitaron el control a otros
como Los Rastrojos y Los Paisas, sobre todo tras el enfrentamiento que tuvo
lugar en la zona de Aures –donde hoy se puede visitar uno de los colegios
punteros– a principios de 2011”. No solo se hicieron con los territorios de
grupos similares a los suyos, sino que también le fueron ganando la partida a
don Berna, el narco con mando en plaza, cabeza de la llamada Oficina de
Envigado.
Aunque
no es la única organización que controla el territorio. También los Triana, con
sus, aproximadamente, 3.000 hombres, se hacen cargo de la venta de cocaína y
marihuana, así como de controlar los comercios locales y cobrar sus
extorsiones, que van desde 50.000 pesos a cada transportista por día hasta
20.000 o 100.000 a los comerciantes semanalmente. “Las iniciativas de Fajardo
es cierto que han reducido en gran parte el problema, y que se han multiplicado
las becas, las ayudas y el acceso a la universidad, pero no resultan
suficientes para acabar con la violencia, ni con la tentación de vida fácil
para los jóvenes que llevan a cabo las bandas cuando la tasa de desempleo es
del 12%”, asegura Mosquera.
Una
cierta desconfianza en el futuro, un cierto desencanto, se respira a veces
también en barrios como Moravia. Alejado en su aspecto y su idiosincrasia de la
región checa y centroeuropea, aquel lugar creció al compás de la basura. Hoy,
un monte verde, transformado gracias al césped crecido sobre el detritus,
abriga sus casas y sus riachuelos. Entre una cancha de baloncesto que mandó
construir Escobar y las estrechas calles se puede pasear hoy sin temor. Más, si
de la mano te lleva Gladys Rojas, una destacada activista del vecindario.
Cuando
ella llegó a Medellín tenía tres años. “Veníamos desplazados de Uramita. Allí
se libró una guerra entre liberales y godos (conservadores), pero un patrón
salvó a mi papá, no lo dejó matar, y cuando llegó mi madre se hicieron un
ranchito pegado al cementerio”. Entonces empezó el negocio del reciclado, algo
de lo que ha vivido durante décadas la mayoría de la gente barrio. “Agarraban
lo que la gente botaba de basura al río, y ahí empezó la lucha. A mí papá luego
le iban a dar una casita, pero como bebía mucho no la conseguía, y como en
todas partes hay un vivo, este le cedió una manzana con huerto para que se lo
cultivara, mitad papa, mitad frijol. Así fue como seguimos viviendo acá, cerca
del basurero”.
Todo
valía. “Se llenó el barrio de desechos. Nos vestíamos con lo que caía de ahí, y
comíamos de lo que quedaba en las grúas: de la Zenú sacábamos la carne; de la Noel, galleticas; de Inestra, polvito y jabón, y
la de la placita nos daba para papita, cebolla y tomates…”. Resultaba una
diaria y tremenda lucha por la supervivencia. “Éramos 11 hermanos. Fueron
muriendo hasta quedar 4”. Algunos días tocaba premio. “Por aquí pasaba el tren,
el de carga y el de lujo, que venía por Navidad. La alegría más grande para
nosotros era que llegara. Nos tiraban paqueticos y ese día contábamos con ropa
nueva”.
Otros
trayectos resultaban más truculentos. “A veces, mi papá nos mandaba salir
cuando escuchaba el pitido. Cogíamos unas bolsitas, buscábamos la sangre, primero; luego, lo
más grande, el cadáver.
Por recogerlo, a mi padre le daban algo con que comprar manteca”.
Así
más o menos discurría la vida por Moravia, entre despojos y muertos con que ganarse
la vida. Hasta que llegó el padre Vicente Mejía y trató de aportar algo de
dignidad. Se trataba, dicen, de un guerrillero del M-19. “Le gustaban los
pobres”. Llegaron revueltas apoyadas por universitarios. “Nos ayudaban a tirar
piedras a la ley”.
El negocio de la basura continuaba y crecía a medida que la ciudad se
superpoblaba. Fue creciendo el cerro. La montaña, cubierta de césped hoy, era
una cordillera labrada con caliza de periódicos, desechos, mierda, rodeada de
lo que Gladys recuerda como un lago hermoso, “un agua en la que nos metíamos a
por unos pescaditos que llamábamos liso-liso”. Basura va, basura viene, aun
así, en la época del padre Mejía todo era muy especial, según Gladys. “Recogía
platica desde junio, y en Navidad compraba un novillo que repartía entre el
vecindario”. Ahora no. Ahora, pese a que ya no apesta el cerro, algunas plantas
adornan el paso del agua, los chavales tienen canchas de fútbol y puedes
reunirte en el centro cultural a recibir clases de música o a ver una película,
a esta mujer le invade una tristeza difícil de alejar. No es solo que a su hijo
lo matara la guerrilla, “es que la droga se apoderó de Moravia, los pelaos
crecen, y la mayoría son viciosos. La ley viene, cobra su vacuna y sigue
vendiendo. A uno le da mucha tristeza, pero estos señores nos tienen
apabullados y así nos dejan morir”.
Quizá
se animara algo más Gladys llegándose a la última
Fiesta del Libro, celebrada este otoño, observando a los colegiales
adentrarse en las actividades y los puestos de las editoriales o las librerías
entre la ordenada maleza del jardín botánico que queda al lado de su barrio.
Allí, Juan Diego Mejía, el
perseverante y lúcido director de este evento, cree que la trayectoria del
mismo ha sido una batalla ganada por la cultura a la calle y que así debe
seguir.
Como
lo son esos visibles símbolos de la cultura que reinan en los barrios y se
hacen omnipresentes en ellos. Dentro de la Biblioteca España, en pleno Santo Domingo,
uno de los antaño reductos más violentos de la ciudad, algún cartel espontáneo
reza: “Un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido”. En el Medellín de
hoy, donde se libra tensamente esa visible batalla del bien contra el mal, la
frase no resulta ninguna exageración.