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martes, 7 de enero de 2014

Medellín, otra forma de luchar contra violencia



El País Semanal
REPORTAJE

Medellín: ciudad en metamorfosis

El narcotráfico convirtió a la capital de Antioquia en la ciudad más violenta del mundo. Conscientes de esa lacra, el equipo de políticos ‘outsiders’, con el matemático Sergio Fajardo al frente, inyectaron una cura radical de cultura y educación.




En mitad del valle, Medellín resulta un atribulado cauce donde apenas se distingue el agua debatiéndose entre dos laderas. De día lo encierran unas paredes de montañas verdes teñidas por el rojo de los ladrillos y las venas de asfalto que lo atraviesan hacia arriba sin respetar ni hacerse cargo de los serpenteos que suelen hacer más llevaderos los ascensos a las cumbres. De noche, parece que en cualquier momento va a ser deglutida por una lava de neón empeñada en guiñar intermitentemente sus diminutos resplandores de luciérnaga electrizante.
Esa colmena que acoge más de 3,5 millones de habitantes –la segunda de toda Colombia comprendiendo el área metropolitana– encierra sueños de supervivencia, un orgullo paisa que todo lo puede, pasados recientes casi única y exclusivamente teñidos de sangre, presentes de violencia latente y patente en pulso firme y activo con la civilización, inversiones tremendas en infraestructuras caídas del cielo para darle la vuelta al infierno comandado por el fantasma de Pablo Escobar, coches que desgastan a toda mecha sus embragues y sus pastillas de frenos por lo enconado de las cuestas, industria emergente, narcos dispersos, a expensas de alianzas cambiantes con los –por el momento– preponderantes paramilitares, gentes de bien, estudiantes con futuro, políticos de viejo y también de novísimo cuño, decididas y audaces apuestas culturales, activas ONG jamás dispuestas a comprar los discursos oficiales, sedes de grandes empresas nacionales e internacionales, pujanza y miedo en dosis similares, esperanza y resignación a partes milimétricamente parejas, lo emergente y el detritus, la vida en pugna, una batalla de décadas ya entre el bien y el mal… Quizá una metáfora de la presente América Latina.
“Bienvenidos a Medellín, la mejor ciudad del mundo!”… Resulta habitual esta actitud de hinchada entre sus vecinos. En un primer recorrido, desde el Poblado, zona rimbombante y acomodada con vecinos en su mayoría pertenecientes a los estratos 5 y 6 del país –clase alta y media alta–, a la Fiesta del Libro, que toma cada año el jardín botánico al aire libre, a primera vista el paisaje acompaña cualquier tono triunfalista por parte de sus habitantes: con buenos restaurantes, centros comerciales, edificios inteligentes y puentes colgantes. Pero, a medida que se va acercando a la ladera del río, donde deambulan los espectros de desheredados esparcidos en montículos al calor de una hoguera o a resguardo de los puentes, buscándose la vida y quizá la muerte al compás del caudal más o menos normalizado del Medellín, las visiones escamotean con su sombra bastante fuerza a los discursos más optimistas.
La ciudad ha cambiado. La región, también. Es un hecho. Aunque quizá haya que emplear para ser más rigurosos el gerundio. Está cambiando. No es fácil. Instaurar valores cívicos se impone como tarea de generaciones. Y eso en Medellín se ha convertido en una obsesión. Programada. Inapelable. Montar en el orgullo local que supone el metro o ya el metrocable –imponente teleférico con destino a los márgenes del lumpen, hacia los barrios más alejados– es adentrarse en un espacio sujeto a permanentes mensajes constructivos. Por las paredes y por los altavoces saltan las indicaciones de solidaridad, respeto, urbanidad, limpieza…
Resultaba y resulta necesario. Cuando, a principios de la década de los noventa, Medellín era sinónimo de cartel de la droga, territorio dominado por el narcotraficante más sanguinario de la historia de Colombia –hoy recuperado en una polémica narcotelenovela–; cuando todo estaba en manos de “ese señor que no vamos a nombrar”, como avisan los asesores de cualquier político local hoy, dejando más patente su alargada e inquietante sombra, se imponía la necesidad de una acción radical.
Y, quizá, desde la ahora atribulada España, el ministro de Educación y Cultura, Wert, el dueño de las cuentas Cristóbal Montoro y el propio Mariano Rajoy no lo crean, pero hubo un tiempo en el que recién liberados de la barbarie, cuando a duras penas algunos querían sacar a la vista el pescuezo, unos activistas locales salidos de la universidad, y metidos después a políticos, inyectaron a la ciudad que tenía la tasa de homicidios más elevada del mundo una terapia salvaje de educación y cultura como medio seguro de salvación. Hasta tal punto que hoy no ellos, sino otros, como el actual alcalde Aníbal Gaviria, han continuado con esa senda en el Ayuntamiento y dedican entre el 25% y el 30% del presupuesto municipal total a esos menesteres. En cosas serias, nada de recortes.
El pionero se llama Sergio Fajardo, antiguo alcalde, hoy gobernador de Antioquia, a quien muchos ven futuro presidente de la república. “Yo no me centro en pensar eso…”, regatea él. Pero quizá Colombia sí crea y se plantee que es posible. Fajardo explica su gestión de manera muy didáctica y cercana, embutido en su polo gris, tomándose un café en la terraza de un hotel, sin querer en ningún momento acuartelarse, de forma muy natural, con su transparente contundencia de matemático enmarañado ya sin remisión en la política activa después de haber recolocado a su ciudad en el mapa internacional como un ejemplo de superación y ruptura radical con la violencia.
“Comenzamos nuestra tarea como un proyecto político de transformación con un profundo sentido de lo que había acá…”, comenta Farjardo, hoy gobernador por el Partido Verde, en alianza coyuntural también con el alcalde Gaviria, aunque vigilándose de reojo con este, perteneciente al Partido Liberal.
Lo que había acá, según lo contado, lo cantado, lo narrado, era una decrépita catadura moral, infectada por años de podredumbre en los valores instaurada por el narcotráfico en connivencia con un ambiente bélico donde, por medio, campaban la guerrilla, los paramilitares y una estructura de poder político tolerante con el panorama. El Medellín que describen, entre otros, Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos, donde narra el asesinato de su padre médico por los paramilitares, o, si cabe, con más ferocidad, el maestro Fernando Vallejo, que si ya en su día se vació sobre su ciudad natal con La virgen de los sicarios, sigue haciéndolo crónicamente en libros como Peroratas: “Hoy no solo están congestionadas las calles, las carreteras, los hospitales. Está congestionada la mismísima morgue, donde ya no caben los cadáveres”.
El dirigente antioqueño, con esos retratos que han traspasado fronteras en el cogote, se ha rebelado siempre contra ese destino y rememora su asalto al poder en aquel contexto, donde él y los universitarios de su movimiento, “similar en España a lo que podrían ser los indignados”, comenta Fajardo, “recorrimos los rincones, nos pusimos la ciudad en la piel, en el corazón y en la razón. La caminamos, la olimos y, por supuesto, la estudiamos”.
De ahí brotó una urgente apuesta por la dignidad, cuenta el político. “Una apuesta que salía del convencimiento de que nuestro problema más grave era la desigualdad, que, a su vez, generaba violencia y una cultura de la ilegalidad”. De ahí parió su famoso lema: “Medellín, la más educada”. El mismo que no ha tenido ahora más remedio que trasladar a toda la región: “Antioquia, la más educada”. Un lema acompañado del 50% de su presupuesto total como región en educación y cultura.
Y, con ello, una radical apuesta por ese vínculo en los barrios más violentos y marginales, donde instalaron infraestructuras de poderosa simbología: bibliotecas, centros culturales, y rompieron su aislamiento de salvaje urbanismo congénito y desmadrado proporcionando transporte urbano que llegara a todas las esquinas, como el metrocable.
Sus iniciativas fueron bastante celebradas. Respetadas, alentadas por sus sucesores y, lo que es más importante, bienvenidas por un vecindario que, rompiendo los esquemas de los gobernantes más obtusos, cuida lo que se le ha legado como si fueran templos. “Ningún edificio público ha sufrido el menor ataque”, resalta Fajardo.
Pero no da impresión el gobernador de haber colmado una tarea, ni una gestión. Cosa que tampoco hace Gaviria, el alcalde. El político liberal esgrime el discurso de la metamorfosis. Una línea que basa su argumentación en cifras independientes de las oficiales al municipio como las del Sistema de Información para la Seguridad y la Convivencia. Según estas, Medellín ha pasado de ser la ciudad con la tasa de homicidios más alta del mundo por cada 100.000 habitantes (380,6) en 1991 a la número 24 en 2013 (41,7 asesinatos), y con el objetivo de bajar este año del número 30 en el ranking. De ahí su línea: la metamorfosis. “Construir lo que queremos en cuatro años es muy complejo. Pero nos damos por satisfechos si logramos hacer crecer la semilla de la educación, la cultura y el civismo en la ciudad. Es nuestro eje principal”.
“el 50% del presupuesto de antioquia está dedicado a educación”, dice el gobernador Sergio Fajardo


No caben triunfalismos, pero sí confianza. No entran cegueras, pero sí un razonable orgullo paisa recuperado que puede degenerar en nacionalismo trasnochado si no controlan cierto sentido de superioridad creciente en la región, muy tendente a la rivalidad permanente con lo bogotano. Incluso en lo más bajo compiten, como comenta un conductor cuando trata de comparar las clases políticas: “Aquí roban de a poquito, con cariño, en Bogotá se la llevan toda, los nuestros se quedarán su tajadica, pero al menos acaban la obras…”.
Aunque restan retos. La violencia no se extirpa de un día para otro. Es cuestión de generaciones ganadas a la imposición de unos principios que se pasaban por el forro el valor de la vida. La derrota de Escobar fue el comienzo. Trajo la desarticulación de un reinado, aunque produjo una descontrolada dispersión de delincuencia organizada. Los estragos ahí quedaron. Por eso, lo más urgente para las autoridades fue articular un básico discurso de civismo que iba a tardar en cuajar si no llegaba acompañado de acciones visibles.
Una de ellas son los colegios del plan 20, que llaman. Experiencias piloto en la educación pública, con los mejores equipamientos técnicos y lúdicos, con ropa y alimentación aseguradas en los barrios de estratos más bajos para salir del hoyo. El número no es caprichoso. Se trata de que, en 2020, la mayoría de los colegios públicos presenten esas condiciones. Y si algo tiene ganado Medellín es que la mayoría de los centros –el 80%– son públicos en vez de privados, mientras que en otras ciudades como Cali ocurre justo al revés, como cuenta Horacio Arango, asesor de Fajardo en la Gobernación.
Si los dirigentes esgrimen frente al forastero el discurso de la educación, una ONG como Con-vivamos, en pleno frente callejero, coloca el foco en otros aspectos. Luis Mosquera hace caer en la cuenta de que la relativa pacificación surgida tras la desaparición de Escobar ha sido producto también de un despliegue de fuerzas –7.800 efectivos policiales–, algo que supone 3 agentes por cada 100 habitantes. “Estamos altamente militarizados”, afirma. “¿Y así, cómo es posible que continúen los homicidios?”.
No en el mismo cogollo de Medellín, pero sí en los alrededores… Y aumentando… Sobre todo en municipios como Bello, Copacabana, Girardota, Barbosa, Itagüí, La Estrella, Envigado y Sabaneta, admite Mosquera. “Los muertos aparecen en caños, autopistas…”, a muchos ni se les reclama. Todo es producto de un pacto, aseguran en Convivamos, organización surgida hace 40 años bajo la inspiración de la Teología de la Liberación, que contó en sus comienzos en Medellín con impulso importante.
Tras el desperdigamiento del grupo de Escobar, la ciudad ha pasado a manos de los paramilitares. “Hoy, los Urabeños predomi­­nan. Les quitaron el control a otros como Los Rastrojos y Los Paisas, sobre todo tras el enfrentamiento que tuvo lugar en la zona de Aures –donde hoy se puede visitar uno de los colegios punteros– a principios de 2011”. No solo se hicieron con los territorios de grupos similares a los suyos, sino que también le fueron ganando la partida a don Berna, el narco con mando en plaza, cabeza de la llamada Oficina de Envigado.
Aunque no es la única organización que controla el territorio. También los Triana, con sus, aproximadamente, 3.000 hombres, se hacen cargo de la venta de cocaína y marihuana, así como de controlar los comercios locales y cobrar sus extorsiones, que van desde 50.000 pesos a cada transportista por día hasta 20.000 o 100.000 a los comerciantes semanalmente. “Las iniciativas de Fajardo es cierto que han reducido en gran parte el problema, y que se han multiplicado las becas, las ayudas y el acceso a la universidad, pero no resultan suficientes para acabar con la violencia, ni con la tentación de vida fácil para los jóvenes que llevan a cabo las bandas cuando la tasa de desempleo es del 12%”, asegura Mosquera.
Una cierta desconfianza en el futuro, un cierto desencanto, se respira a veces también en barrios como Moravia. Alejado en su aspecto y su idiosincrasia de la región checa y centroeuropea, aquel lugar creció al compás de la basura. Hoy, un monte verde, transformado gracias al césped crecido sobre el detritus, abriga sus casas y sus riachuelos. Entre una cancha de baloncesto que mandó construir Escobar y las estrechas calles se puede pasear hoy sin temor. Más, si de la mano te lleva Gladys Rojas, una destacada activista del vecindario.
Cuando ella llegó a Medellín tenía tres años. “Veníamos desplazados de Uramita. Allí se libró una guerra entre liberales y godos (conservadores), pero un patrón salvó a mi papá, no lo dejó matar, y cuando llegó mi madre se hicieron un ranchito pegado al cementerio”. Entonces empezó el negocio del reciclado, algo de lo que ha vivido durante décadas la mayoría de la gente barrio. “Agarraban lo que la gente botaba de basura al río, y ahí empezó la lucha. A mí papá luego le iban a dar una casita, pero como bebía mucho no la conseguía, y como en todas partes hay un vivo, este le cedió una manzana con huerto para que se lo cultivara, mitad papa, mitad frijol. Así fue como seguimos viviendo acá, cerca del basurero”.
Todo valía. “Se llenó el barrio de desechos. Nos vestíamos con lo que caía de ahí, y comíamos de lo que quedaba en las grúas: de la Zenú sacábamos la carne; de la Noel, galleticas; de Inestra, polvito y jabón, y la de la placita nos daba para papita, cebolla y tomates…”. Resultaba una diaria y tremenda lucha por la supervivencia. “Éramos 11 hermanos. Fueron muriendo hasta quedar 4”. Algunos días tocaba premio. “Por aquí pasaba el tren, el de carga y el de lujo, que venía por Navidad. La alegría más grande para nosotros era que llegara. Nos tiraban paqueticos y ese día contábamos con ropa nueva”.
Otros trayectos resultaban más truculentos. “A veces, mi papá nos mandaba salir cuando escuchaba el pitido. Cogíamos unas bolsitas, buscábamos la sangre, primero; luego, lo más grande, el cadáver. Por recogerlo, a mi padre le daban algo con que comprar manteca”.
Así más o menos discurría la vida por Moravia, entre despojos y muertos con que ganarse la vida. Hasta que llegó el padre Vicente Mejía y trató de aportar algo de dignidad. Se trataba, dicen, de un guerrillero del M-19. “Le gustaban los pobres”. Llegaron revueltas apoyadas por universitarios. “Nos ayudaban a tirar piedras a la ley”. El negocio de la basura continuaba y crecía a medida que la ciudad se superpoblaba. Fue creciendo el cerro. La montaña, cubierta de césped hoy, era una cordillera labrada con caliza de periódicos, desechos, mierda, rodeada de lo que Gladys recuerda como un lago hermoso, “un agua en la que nos metíamos a por unos pescaditos que llamábamos liso-liso”. Basura va, basura viene, aun así, en la época del padre Mejía todo era muy especial, según Gladys. “Recogía platica desde junio, y en Navidad compraba un novillo que repartía entre el vecindario”. Ahora no. Ahora, pese a que ya no apesta el cerro, algunas plantas adornan el paso del agua, los chavales tienen canchas de fútbol y puedes reunirte en el centro cultural a recibir clases de música o a ver una película, a esta mujer le invade una tristeza difícil de alejar. No es solo que a su hijo lo matara la guerrilla, “es que la droga se apoderó de Moravia, los pelaos crecen, y la mayoría son viciosos. La ley viene, cobra su vacuna y sigue vendiendo. A uno le da mucha tristeza, pero estos señores nos tienen apabullados y así nos dejan morir”.
Quizá se animara algo más Gladys llegándose a la última Fiesta del Libro, celebrada este otoño, observando a los colegiales adentrarse en las actividades y los puestos de las editoriales o las librerías entre la ordenada maleza del jardín botánico que queda al lado de su barrio. Allí, Juan Diego Mejía, el perseverante y lúcido director de este evento, cree que la trayectoria del mismo ha sido una batalla ganada por la cultura a la calle y que así debe seguir.


Como lo son esos visibles símbolos de la cultura que reinan en los barrios y se hacen omnipresentes en ellos. Dentro de la Biblioteca España, en pleno Santo Domingo, uno de los antaño reductos más violentos de la ciudad, algún cartel espontáneo reza: “Un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido”. En el Medellín de hoy, donde se libra tensamente esa visible batalla del bien contra el mal, la frase no resulta ninguna exageración.

Privatización del uso del espacio público



Los cascos históricos sufren constantes reformas injustificadas
Aparte de las obras, la privatización de su uso es una amenaza

 
Las terrazas y otras instalaciones son una privatización del espacio público. / Samuel Sánchez


En los años ochenta, la monumental plaza del Obradoiro de Santiago de Compostela servía, como tantas otras plazas históricas españolas, de aparcamiento. Cuando la Unesco declaró la ciudad Patrimonio de la Humanidad, los coches fueron desapareciendo y comenzó una lenta peatonalización no exenta de las protestas de muchos de los comerciantes y viandantes que hoy la disfrutan. Tras la desaparición de los coches de la mayoría de esos centros, los peligros son hoy otros. Conseguir calles para quedarse en la calle es cada vez más difícil. Con las arruinadas arcas de los consistorios, la tentación de sacar rédito al espacio público con la excusa de crear empleo y riqueza se presenta tan poco imaginativa como inevitable. Sin embargo, las consecuencias de devorar ese espacio colectivo son nefastas para las ciudades y sus habitantes. Sin espacio para compartir, ¿en qué se transforma una urbe?

Cuando la arquitectura no ofrece una lección de civismo puede mostrar lo contrario, el retrato de una sociedad capaz de vender su alma al diablo. Por eso el debate de la progresiva privatización de las calles arde en una de las plazas más emblemáticas de España, la Puerta del Sol de Madrid, el kilómetro cero del país. ¿La razón? Su incesante hacerse y rehacerse. Son muchos los ciudadanos que han puesto el grito en el cielo ante el anuncio de que el escenario de las acampadas del 15-M va a cambiar de nuevo a pesar de que vivió su última transformación hace apenas cuatro años.
Aquellas obras sirvieron para ubicar en el subsuelo una nueva estación de tren. Con la reforma recién estrenada, el Colegio de Arquitectos de Madrid ha anunciado un concurso internacional para volver a rediseñarla. En dicho colegio esgrimen que buscan el alma del lugar, “dotar de relato” esa clásica encrucijada de la ciudad. Para ello han abierto una consulta ciudadana con un cuestionario que pregunta si quieren sentarse en la plaza —que hoy no tiene bancos— pero que no plantea si están interesados en cambiarla de nuevo. Tampoco puede el ciudadano preguntar por qué no pensaron todo esto antes de concluir los trabajos anteriores. ¿Se levantan con demasiada frecuencia los centros históricos españoles? ¿Para qué conviene cambiarlos?

En un país sembrado de aeropuertos y autopistas innecesarios, nadie se atreve a atribuir públicamente a las comisiones la motivación que hay detrás de tanta reforma. Sin embargo, no pocos hablan abiertamente de propaganda: “Es muy propio de este país hacer obras en los sitios más visibles de las ciudades como estrategia electoralista a cargo del erario público”, sostiene Vicente Patón, presidente de la asociación Madrid, Ciudadanía y Patrimonio. Este arquitecto explica que “en el centro de Madrid se remodelan una y otra vez los mismos sitios, y lo más triste es que no mejoran nada, todo lo contrario”. Patón considera que Sol “empeoró en 2009”, pero argumenta que está nueva, y que Madrid no puede permitirse más obras ni gastos innecesarios. Aunque el Colegio de Arquitectos asegure que gran parte del desembolso económico provendría de dinero privado, “estos inversores van a ser interesados y probablemente contrarios a los intereses de los ciudadanos”, zanja.

Es una opinión extendida que a la célebre Puerta del Sol le basta con estar limpia y despejada, tal como estuvo durante el siglo XIX y buena parte del XX. Incluso Rafael Moneo, anunciado como jurado del concurso del que él mismo recela —“no me negué por buena vecindad”— piensa que “en esa plaza se tiene que hacer muy poco: allí se ve la fuerza de lo urbano y lo pequeño ya no importa”, explica en alusión a la ausencia de bancos y árboles.
Con todo, la presencia del Pritzker español en el jurado que decidirá sobre la futura plaza, y la de otro destacado arquitecto nacional, Emilio Tuñón, autor del MUSAC de León, legitima ese concurso en entredicho. Tuñón anima a “no estar tan preocupado por relatos sobreimpuestos”. Para él, “la vida es transformación y las ciudades siempre están expuestas a cambios. Es natural que los centros históricos también se alteren”.
Itziar González Virós, que dimitió como concejal del Centro Histórico de Barcelona tras representar al PSC de 2007 a 2010, precisamente por discrepancias urbanísticas con su partido, asegura desde su ciudad que le ofenden las inversiones en una plaza que ahora es un espacio simbólico de las reivindicaciones de lo público. “Me parece sospechoso que de repente sea necesario adecuar ese lugar emblemático de la fuerza ciudadana”, sostiene. “Creo que es una manera de ocupar, desde la privatización del poder, el lugar simbólico de nuestra exigencia de calidad democrática”.

En esa línea, el antropólogo Manuel Delgado opina que la anunciada transformación tiene que ver con “convertir las ciudades en objeto de consumo”. “Los centros históricos responden a la voluntad de generar espacios urbanos vendibles, atractivos para el turista y el inversor”, opina. Para él, la nueva remodelación de Sol responde “al retroceso de Madrid en el mercado de ciudades y a la necesidad de reformular su presentación como objeto de consumo”.
Delgado advierte de los procesos de gentrificación sufridos en tantos centros históricos —la expulsión de vecinos de clases populares y su sustitución por inquilinos de clases medias o altas—, “así como el acoso contra pobres, prostitutas o cualquier otro elemento que pudiera afear el producto buscado”. ¿Cuál es ese producto buscado? ¿Qué se quiere hacer con los centros? “Decorados para prácticas sociales rentables”, contesta. El autor de El espacio público como ideología asegura que es habitual el veto a los actos de protesta en los centros. Por eso también a él le cuesta separar los planes de remodelación de Sol de la identidad de ese espacio, en los últimos tiempos, como “escenario activo de apropiaciones por parte de sectores en conflicto”. Habla del 15-M: “Ni que decir tiene que después de la reforma Sol ya no volverá a servir para que allí pasen cosas”, sostiene.

Hay muchas maneras de que el espacio público deje de ser público sin que ese cambio de titularidad se evidencie a ojos de todos los ciudadanos. La más sencilla es la invasión: privatizarlo con pistas de patinaje, con puestos de feria, con terrazas de cafeterías...
“Los Ayuntamientos se están dando cuenta de que el espacio público es la caja de resonancia de nuestras exigencias ciudadanas”, sostiene González Virós, una urbanista especializada en procesos de participación ciudadana y en solución de conflictos en el espacio público. Aunque admite que las plazas despejadas y duras (pavimentadas) han tenido muchos inconvenientes, considera que ahora tienen una función social. “Este no es el momento de empezar a plantar árboles en las plazas grandes de los centros urbanos”, dice.

Por si hiciera falta recordarlo, explica que hay otras urgencias, y reclama que los ciudadanos necesitan un espacio donde poder manifestarse. Sabe de qué habla: “La adecuación de los espacios públicos fue la bandera de la mayoría de los Ayuntamientos democráticos y, en este momento, la privatización de los mismos es la bandera de la reforma antidemocrática que estamos viviendo de mano de casi todos los gobiernos actuales”, recuerda. “Del PP a Convergència i Unió pasando por el PSOE”, matiza. “Todos hablan el mismo idioma en la calle. Esto es: callan ante lo que deciden los inversores”.

Con la excusa de dinamizar el comercio, la privatización del espacio público, o lo que es lo mismo; la invasión de terrazas y puestos ambulantes, está devorando las ciudades. Donde antes cualquiera podía sentarse en un banco, ahora solo puede hacerlo quien tiene dinero para pagar una copa, un relajante café con leche o una cena.
Rafael Moneo no se muestra contrario a esas terrazas: “La gente necesita lugares públicos en los que poder hablar y fumar juntos”, dice. Sin embargo, la exconcejala barcelonesa recela de la nueva normativa de su ciudad para terrazas, que hace perder cada vez más metros cuadrados a los ciudadanos: “Se quiere convertir el espacio público en rentable y eso es antipúblico”.

González Virós está convencida de que la única manera de recuperar la calle es contando con el apoyo de la ciudadanía. Y pasando revista a sus propios errores, aconseja no pedir opinión a los ciudadanos para asuntos que no les interesan: “Nunca inicies un proceso de participación si no hay una necesidad expresa de la ciudadanía”. En ese punto, en el principio más básico, en la razón de ser de una obra, es donde fracasa el concurso convocado para mejorar la Puerta del Sol. “Creo que evitan la posible respuesta sobre lo innecesario de la obra y derivan hacia aspectos secundarios como los arbolitos o los bancos, que es cierto que no existen pues fueron eliminados, pero que vendrán bien para justificar la instalación de terrazas, es decir, de asientos de pago a beneficio de algún empresario favorecido”, comparte Patón.

Como alternativa, González Virós es radical. Defiende las acciones no mercantiles, las iniciativas vecinales de recuperación de la calle para la vida comunitaria que afloran en ciudades como Zaragoza o Sevilla en la estela de lo que sucediera en urbes como Berlín. “El futuro de la ciudad está más en el activismo que en la política territorial de las administraciones públicas. No hace falta que hagan nada, pero por lo menos que no ocupen el suelo. Que dejen los vacíos y la ciudadanía ya hará allí lugares de encuentro y demostrará cómo quiere vivir”, propone.

La idea de Patón para cuidar los centros es distinta. Consiste en salvar su verdadera historia y la relación de esta con el ciudadano. “Estamos viendo hoy que la ciudad no la hacen los ciudadanos, ni siquiera como electores, ni propiamente los políticos con criterios que deberían ser democráticos, sino los oligarcas que manejan cada vez más los hilos de todo el entramado social: los potentados ponen el dinero con el que los políticos ganan elecciones y después exigen su tributo como recalificaciones o planes urbanísticos adecuados a sus planes financieros. En este sentido, los políticos son profundamente incultos y a menudo sinvergüenzas, y el electorado se compone en un gran porcentaje de personas de escasa formación y deformada información. Con estos mimbres es muy difícil que una democracia pueda ser real”, resume.

Para ser constructivos, merece la pena compararse con los vecinos, con las calles de Oporto o París. Son muchos los centros históricos españoles —de Valencia a Barcelona, Bilbao o Madrid— que, durante años, han ido perdiendo edificios y comercios en aras de una modernidad que ha resultado ser una moda efímera. Y, sin embargo, vivimos un resurgir de los falsos establecimientos de época. ¿Qué está pasando? “Ahora que se viaja más, el público viene admirado de lo que ve en Roma o Viena y eso incita a muchos comerciantes a reproducir un pasado postizo”.

El resultado es el parque temático de cartón piedra en que se están trasformando tantos centros históricos: cómodos, seguros y decorados, “sin ninguno de los encantos de la versión original, pero capaces de satisfacer a ese público turístico que vive más en lo virtual que en lo real”, explica Patón.
Manuel Delgado lo resume sin caridad: “Un centro histórico único es idéntico a otro centro histórico único”. Y lo razona explicando que cuando un centro urbano es intervenido y tematizado “lo que se produce es la expulsión de él de la historia, es decir, de la vida real, con sus contradicciones, miserias y conflictos”.

¿Qué hacer para evitar esa broma pesada? “Cada centro histórico es peculiar e irrepetible —si lo que se pretende es algo más que visitar sus tiendas de Prada y sus HM—”, objeta Patón. Delgado lo ve de otra manera. Para él los centros históricos son como “reservas naturales en las que la historia se preserva del conflicto, una pura imagen estereotipada y falsa”. Explica que la mayoría de los centros que conoce —de Quito a México DF pasando por Buenos Aires o Guayaquil— están conociendo ese proceso de transformación en históricos, “es decir, en centros que existen exiliando o manteniendo a raya la historia”, ironiza. “Todos parecen cortados con idéntico patrón. Por eso se puede tener la ilusión de que en cada uno te cruzas con los mismos viandantes con los que te cruzaste en el último que visitaste”.