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jueves, 25 de mayo de 2017

 CÓMO "CURAR LA VIOLENCIA"

ARGEMINO BARRO. NUEVA YORK
El Confidencial, 25/05/2017

Los pacificadores de South Bronx: el barrio más peligroso de Nueva York

Hoy es el barrio más pobre y violento de la ciudad. Recorremos el South Bronx con vecinos convertidos en "interruptores de la violencia". Los tiroteos en su zona de trabajo han caído un 37%


DELINCUENCIA

“Dime una cosa, ¿traerías a tu hijo a jugar a este parque?”, dice Jonathan apuntando a un amasijo ondulado que recuerda a un tobogán. Es como una ruina griega, pero de metal desconchado. “Yo no traería ni a mi perro”, añade. Luego señala un andamio largo y húmedo que ensombrece uno de los caminos. “Lleva años aquí; nadie sabe para qué lo montaron”. A pie del andamio, charcos de agua y basura.Jonathan no habla de urbanismo, sino de violencia. De un paisaje carcomido y abandonado; de los edificios ciclópeos donde se cocina a fuego lento el conflicto. “Malos tratos, drogas, peleas, encarcelamientos…”, enumera Jonathan como si fuera una lista de la compra. Estamos en South Bronx, y el trabajo de este afroamericano de 38 años es evitar lo que considera el resultado último de la exclusión social: los tiroteos.Parece que la historia reciente, portadora de paz y franquicias de diseño, no ha pasado por estas calles. Nueva York ha visto bajar el crimen en picado el último cuarto de siglo, pero no aquí. Determinadas porciones del Bronx siguen siendo ricas en bandas callejeras, provistas de armas baratas que llegan ilegalmente desde otros estados.
Basta con levantar una piedra para encontrar un relato de violencia. Como el de Daniel Rice, tiroteado en dos ocasiones, condenado a una silla de ruedas. O el de Roberto Rodríguez, acribillado a pocos bloques de aquí. Solo en este distrito policial, el número 40, un recuadro de South Bronx, hubo 14 asesinatos en 2016. El propio Jonathan reconoce haber perdido a “familiares y amigos”, sin entrar en detalle.La organización para la que trabaja a tiempo parcial, S.O.S. (siglas en inglés de “salvar nuestras calles”) South Bronx, se sumerge en este mundo de una forma flexible, casi zen. Explora las calles a través devecinos convertidos en “interruptores de violencia”, como Jonathan, que nació y creció en esos bloques, para tejer una red de ojos y oídos que midan la temperatura del barrio. Hay que ganar credibilidad en la comunidad”, explica James “Jaime” Rivera, coordinador y enlace comunitario de S.O.S. South Bronx. Neoyorquino de origen portorriqueño y exmiembro de la banda de los Ñetas, Rivera dice que solo emplean a gente local: “Personas de la misma comunidad, que la comunidad conozca, tanto adultos como jóvenes, y que sepan desarrollar relaciones en momentos de paz”.Lo primero que hace esta organización sin ánimo de lucro, financiada con dinero público, es identificar “participantes de alto riesgo”: jóvenes de entre 16 y 24 años que cumplan cuatro de siete factores: fundamentalmente, si son violentos o víctimas de violencia, si han estado en prisión, venden drogas o se rumorea que van armados. S.O.S. tiene a 12 personas en la calle, manteniendo el diálogo con los dueños de negocios, predicadores, abuelas, o incluso los jefes de las bandas. Una vez localizados los “casos”, se les escucha y se les proponen soluciones u oportunidades de integración."Hoy los niños, cuando están en un parque y hay un tiroteo, se agachan durante cinco minutos y después siguen jugando"Rivera afirma que actuar “de manera reactiva” es inútil. Uno no puede desactivar un conflicto si no conoce a la gente implicada y no ofrece una alternativa. “Yo no puedo decirte que vendas o que no vendas drogas; eso solo lo puede hacer alguien que dé algo a cambio. Y por eso nosotros damos un adiestramiento para encontrar un trabajo, mantenerlo, conectar con recursos educativos, etc. Y ahí tengo un poco más de derecho a criticar la manera en que vivas tu vida. Y decirte: hay otros medios”.Jonathan explica que un joven lo llamó recientemente con aire preocupado. Alguien le debía dinero, pero, en lugar de pagarle, se dedicaba a ridiculizarle a escondidas. “Me explicó que quería recurrir a la violencia; tenía miedo de perder su ‘credibilidad de la calle’, su respeto, si este hombre no le pagaba. Lo que hice fue decirle: ‘te entiendo. Pero vamos a ver las consecuencias. Tienes posibilidades de que te cojan las autoridades, sin cobrar esos 200 dólares. Estás pasándolo mal, pero no has cometido un delito’. Así que enfaticé las cosas buenas que hace y afortunadamente pudo dejar a un lado su enfado. Hoy trabaja en el aeropuerto, gana un dinero decente, y acaba de salir de casa de su madre. Él me lo agradece, su hermana me lo agradece”.



.El esplendor material de Nueva York tiene su reverso en Newtown Creek, un estuario rodeado por refinerías, desagües, depósitos de gas y factorías donde se tramita el 40% de la basuraCada empleado cultiva diferentes círculos, adaptados a su bagaje social. Jonathan se centra en comunidades afroamericanas; su compañera Marisol, en los latinos. “Llevo cinco casos de participantes, uno de ellos en prisión”, explica Marisol. “Les ayudo a buscar empleo, y también trabajo con los hospitales. Me llaman y dicen que tienen un caso de apuñalamiento o tiroteo, y me preguntan: ¿puedes venir, u otro miembro de S.O.S.? No quieren que, cuando el paciente salga, haga daño a alguien. Hablo con la madre o con el padre. Les dejo usar mi teléfono. Soy como el familiar que no tienen”.S.O.S. no comunica a la policía lo que hacen o dejan de hacer las bandas, y ofrece en su oficina un espacio seguro para que cualquier joven pueda hablar abiertamente de sus problemas. “No decimos quién tiene razón o quién está equivocado; simplemente reducimos el conflicto”, declara Jonathan, que prefiere no revelar su apellido.

Cómo "curar la violencia"

Este modelo de actuación se llama Cure Violence, “curar la violencia”, y nació en Chicago la década pasada. En 2009 se implantó en Crown Heights, un barrio de Brooklyn afectado por los asesinatos con armas de fuego, y en 2012 en South Bronx. Según un estudio de Northwestern University, las zonas de EEUU donde se aplica experimentan unareducción de las agresiones de entre el 15% y el 40% en dos años.Los recursos de S.O.S. solo les permiten cubrir una treintena de bloques entre las calles 147 y 156. Su contabilidad, que cotejan con la que lleva la policía, dice que los tiroteos han descendido un 37%. En el momento de entregar este artículo, su zona llevaba 326 días sin registrar ningún incidente. Al contrario que el resto de South Bronx.
Este barrio, que simboliza desde hace años las peores plagas urbanas,fue en su día un lugar próspero, arbolado y señorial. Una residencia de la aristocracia neoyorquina, cuyo ego sigue presente en las fachadas que sacan pecho sobre un promontorio, o en los nombres épicos de sus calles, bautizadas en honor de próceres olvidados.El destino de South Bronx se empezó a torcer a mediados del siglo pasado. Una autopista enorme se construyó en pleno barrio, devaluando rápidamente los precios inmobiliarios. La crisis económica cerró las fábricas, la clase media emigró, y las viviendas sociales que quedaron, desprovistas de servicios municipales, se convirtieron en cultivos de marginación. El vecindario tocó fondo con la ola de crack en los ochenta.Como si todas las desgracias se pusieran de acuerdo, South Bronx es hoy el barrio más pobre, contaminado y violento de la ciudad. Es aquí donde se procesa el 80% de la basura neoyorquina; el distrito policial 40 es el que más homicidios registra. Sus detectives tienen, de media, cuatro casos cada uno, frente a un homicidio por cada detective en el Bajo Manhattan. La mitad queda sin resolver.“Nosotros entendemos que la violencia no es normal”, declara Jaime Rivera, de 45 años. “Hoy los niños, cuando están en un parque y hay un tiroteo, se agachan durante cinco minutos y después siguen jugando. Ya no lo vemos como algo raro. Si antes se oía que alguien llevaba un arma, la gente se escondía. Hoy están tan diluidas que no se identifican. Si damos educación pública es para demostrar que esto no es normal”.Según Jonathan, más que la pobreza en sí, el factor determinante es la frustración y la falta de modelos de conducta. Aquellos años de crack se llevaron una generación entera por sobredosis, bala o cárcel; miles de niños han crecido huérfanos, en circunstancias de las que no salen, afirma, porque no ven un camino. “Nadie quiere ir a prisión”.

domingo, 14 de mayo de 2017

pazciudadana: Marxloh, Duisburgo. Alemania l suburbio de Alemani...

pazciudadana: Marxloh, Duisburgo. Alemania
l suburbio de Alemani...
: Marxloh, Duisburgo. Alemania l suburbio de Alemania donde nadie quiere vivir La inseguridad y los barrios fuera de la ley son temas centra...
Marxloh, Duisburgo. Alemania
l suburbio de Alemania donde nadie quiere vivir
La inseguridad y los barrios fuera de la ley son temas centrales de la campaña para las decisivas elecciones de Renania del Norte-Westfalia
ANA CARBAJOSA
Duisburgo 13 MAY 2017 - 18:54


Los rostros de los pasajeros que viajan en el tranvía 903 que lleva a Marxloh anticipan que no se dirige al lugar en el que uno sueña que crezcan sus hijos. Ojeras, pelos desteñidos, bocas destentadas y cuerpos engordados viajan hasta el barrio conocido en Alemania como una  no go area(área a la que no ir), un lugar donde recomiendan no ir si quiere uno estar a salvo.


En Marxloh, un distrito del norte de Duisburgo es precisamente donde se ha acuñado el término no-go area, que se ha convertido en un arma arrojadiza omnipresente en la campaña de las elecciones regionales de Renania del Norte-Westfalia. El resultado de los comicios que se celebran este domingo decidirá en buena medida las posibilidades que tiene la canciller Angela Merkel de lograr su cuarto mandato.



La imagen de este suburbio en el resto de Alemania es terrorífica. La prensa alemana habla de clanes familiares que controlan Marxloh y de la justicia paralela que supuestamente rige la vida del barrio. Pero lo cierto es que Marxloh ni es una favela brasileña, ni hay balas perdidas esperando a que uno pase por allí. Marxloh es un gueto empobrecido, donde el 60% de sus 20.000 habitantes es de origen extranjero y donde viven aquellos que no tienen posibilidad de escapar. Porque el que puede, se va.


La basura se acumula en las aceras y hay edificios que se caen a trozos. Es fácil encontrar viviendas vacías y hay multitud de tiendas que han echado el cierre para siempre y los locales han quedado abandonados. Por la calle pasan BMW y Mercedes con cristales tintados a gran velocidad. En la parada del tranvía, un joven con la cabeza rapada y pantalones y gorra de camuflaje detalla su viaje ideológico y político. “Mire, yo he sido siempre miembro del SPD [socialistas alemanes], pero ahora voy a votar en blanco. A mi hijo le atacaron con un cuchillo y desde entonces, veo las cosas de otra manera”, dice Oliver O´Donnay, ayudante de laboratorio de 52 años. “Mi madre vive aquí, pero yo tengo miedo de venir por la noche”.

Los dos grandes partidos, democristianos y socialdemócratas, llegan muy igualados a las urnas y durante la campaña han competido por ver quién ofrece más policías, más cámaras y más deportaciones de indocumentados. No es posible que haya lugares en Alemania en los que supuestamente no entra ni la policía y que están vedados al ciudadano medio; no es posible que “nuestras mujeres” no puedan ir tranquilamente por la calle por la noche, repiten los políticos, en alusión a Marxloh y a los ataques sexuales en Colonia de hace año y medio en Nochevieja.

 Dagmar Keiper, con su hija y con su nieta en uan calle de Marxloh, al norte de Duisburgo en el Estado federado de Renania del Norte-Westfalia.
Dagmar Keiper, con su hija y con su nieta en uan calle de Marxloh, al norte de Duisburgo en el Estado federado de Renania del Norte-Westfalia. MATTHIAS GRABEN
La oleada de robos en domicilios, los fallos en la lucha antiterrorista (al autor del atentado del mercado de Navidad en Berlín lo dejaron escapar las autoridades renanas) y la degradación de barrios como Marxloh o el norte de Dortmund se entremezclan en un plancton electoral que contribuye a crear una sensación de inseguridad que no siempre coincide con la realidad. La CDU de Angela Merkel, asociada con una línea más dura en materia de seguridad, tiene bastante que ganar con este debate.

Cuenca minera

La historia de Marxloh es también la de la cuenca minera del Ruhr, la del declive de la industria pesada y la reconversión asimétrica. Miles de vecinos de Marxloh, muchos de ellos gastarbeiters (empleados extranjeros) turcos, trabajaron en ThyssenKrupp, la acería cercana, que a partir de los años setenta redujo drásticamente las plantillas. Sin salarios ni poder adquisitivo comenzó el declive y el cierre de los comercios. Comenzó la huida de los más pudientes y la llegada de los desposeídos.

Desde hace unos tres años, cuando Alemania levantó las restricciones a la libre circulación, han desembarcado en Marxloh unos 4.000 rumanos y búlgaros, protagonistas del verdadero problema de integración. “Vienen porque hay muchísimas viviendas vacías, pero no hablan alemán, no tienen formación y aparecen y desaparecen”, explica en un restaurante turco Manfred Slykers, trabajador de la acería y representante del SPD del barrio, en el que ha crecido y donde vive. Cree que lo de la no-go area es una tontería que explotan los políticos, pero “sí, claro, aquí hay gente fuera de la ley. Dos calles más allá mataron a tiros a un chico de 15 años hace dos semanas”. Señala Slykers una cámara de seguridad instalada en una farola; una rareza en Alemania, un país poco dado a la videovigilancia por motivos de privacidad.

No es verdad que la policía no entre en el barrio. Vienen, pero siempre reforzados con varias patrullas, para evitar que una turba rodee a un coche policial, como ya ha sucedido. Aún así, en la policía creen que lo de Marxloh y la criminalidad es casi un caso de fake news, explica el portavoz Ramon van der Maat, en la sede de la policía de Duisburgo. “Hace poco más de un año, el sindicato policial quería más efectivos y para ejercer presión empezaron a hablar de que aquello era una no-go area y se fue extendiendo”. Explica que por ejemplo este año ha habido 55.600 delitos en Duisburgo, un 2,8% menos que el año anterior. Aún así, Renania del Norte-Westfalia sigue teniendo una cifra récord de criminalidad respecto a otros estados federados. “Hemos doblado el número de incorporaciones policiales en los últimos siete años. No hay mucho más que se pueda hacer. Es todo muy exagerado, después de las elecciones ya nadie hablará de esto”, piensa Van der Maat.

Aquí hay problemas sociales, no policiales


Caminan por una bocacalle de Marxloh una madre con su hija y su nieta, que han venido a comprar unos zapatos. La madre es cajera y tiene un minijob por el que cobra 450 euros al mes. Siempre vota al SPD y esta vez también lo hará. “Soy una trabajadora; la CDU es para los patronos”, dice Dagmar Keiper, de 54 años. Su hija, con el pelo teñido de rubio asegura que le da miedo ir sola por aquí, porque le dicen cosas. “Si vengo en coche, cierro todas las ventanas y los seguros”. Heinz-Werner Ring, un señor mayor, con gorro de caza, asegura que se está pensando votar a la ultraderecha de Alternativa para Alemania (Afd), que “todos los políticos mienten, todos son iguales. Siempre he votado a Merkel, pero ha dejado entrar a todos esos refugiados…”.

A la parroquia del padre Oliver acuden a la semana unas 1.000 personas a buscar comida, medicinas y ropa. A media mañana, el templo es un trasiego continuo de chicas con velo. “Atendemos sobre todo a musulmanes”, explica Oliver en su despacho, vestido con alzacuellos. El padre maldice el estigma que persigue a Marxloh y que cree lo sepulta en su miseria. “Cuando los jóvenes ponen en el currículum que son de aquí, nadie los quiere contratar. Aquí solo se quedan los mayores y los más débiles. Aquí hay problemas sociales, no policiales”.

Vestidos de novia

Porque Dios aprieta, pero no siempre ahoga, Marxloh tiene una singular tabla de salvación, sin la cual el barrio habría muerto hace tiempo. Este barrio es el paraíso de las novias. Aquí vienen los turcos de toda Europa para comprar sus vestidos de boda. Estambul o Marxloh, esa es la disyuntiva. Aquí hay hasta 40 tiendas de vestidos de princesas a partir de 1000 euros, con su cancán, mucho almidón y toneladas de lentejuelas y pedrerías varias.

Istek Celik, una joven de origen turco de 27 años que despacha en una de esas tiendas, dice que sí, que en Marxloh hay robos, pero que como en todas partes. Cuenta que ha trabajado en un hospital, “¡con mi velo y todo!”, y que a su hijo de cinco años le habla en alemán. Ya en la calle, un par de hombres esperan en una farola a que sus mujeres acaben de comprar. Regentan un restaurante de Kebab en Essen y han venido a comprar un vestido. Llevan 20 años en Alemania, pero no hablan casi el idioma. “Votaremos al SPD, sin duda. Son mucho mejores con los extranjeros”.

A unos diez kilómetros de allí, atardece en el centro de Duisburgo. Hoy hace bueno y las terrazas de la zona peatonal, están a reventar. En la más elegante, cuatro señoras enlacadas beben Aperol con pajita. Se declaran votantes democristianas y liberales. ¿Han estado en Marxloh? “Jamás. Lo hemos visto en las noticias. Aquello es un gueto, ¿no?”