Powered By Blogger

domingo, 14 de mayo de 2017

pazciudadana: Marxloh, Duisburgo. Alemania l suburbio de Alemani...

pazciudadana: Marxloh, Duisburgo. Alemania
l suburbio de Alemani...
: Marxloh, Duisburgo. Alemania l suburbio de Alemania donde nadie quiere vivir La inseguridad y los barrios fuera de la ley son temas centra...
Marxloh, Duisburgo. Alemania
l suburbio de Alemania donde nadie quiere vivir
La inseguridad y los barrios fuera de la ley son temas centrales de la campaña para las decisivas elecciones de Renania del Norte-Westfalia
ANA CARBAJOSA
Duisburgo 13 MAY 2017 - 18:54


Los rostros de los pasajeros que viajan en el tranvía 903 que lleva a Marxloh anticipan que no se dirige al lugar en el que uno sueña que crezcan sus hijos. Ojeras, pelos desteñidos, bocas destentadas y cuerpos engordados viajan hasta el barrio conocido en Alemania como una  no go area(área a la que no ir), un lugar donde recomiendan no ir si quiere uno estar a salvo.


En Marxloh, un distrito del norte de Duisburgo es precisamente donde se ha acuñado el término no-go area, que se ha convertido en un arma arrojadiza omnipresente en la campaña de las elecciones regionales de Renania del Norte-Westfalia. El resultado de los comicios que se celebran este domingo decidirá en buena medida las posibilidades que tiene la canciller Angela Merkel de lograr su cuarto mandato.



La imagen de este suburbio en el resto de Alemania es terrorífica. La prensa alemana habla de clanes familiares que controlan Marxloh y de la justicia paralela que supuestamente rige la vida del barrio. Pero lo cierto es que Marxloh ni es una favela brasileña, ni hay balas perdidas esperando a que uno pase por allí. Marxloh es un gueto empobrecido, donde el 60% de sus 20.000 habitantes es de origen extranjero y donde viven aquellos que no tienen posibilidad de escapar. Porque el que puede, se va.


La basura se acumula en las aceras y hay edificios que se caen a trozos. Es fácil encontrar viviendas vacías y hay multitud de tiendas que han echado el cierre para siempre y los locales han quedado abandonados. Por la calle pasan BMW y Mercedes con cristales tintados a gran velocidad. En la parada del tranvía, un joven con la cabeza rapada y pantalones y gorra de camuflaje detalla su viaje ideológico y político. “Mire, yo he sido siempre miembro del SPD [socialistas alemanes], pero ahora voy a votar en blanco. A mi hijo le atacaron con un cuchillo y desde entonces, veo las cosas de otra manera”, dice Oliver O´Donnay, ayudante de laboratorio de 52 años. “Mi madre vive aquí, pero yo tengo miedo de venir por la noche”.

Los dos grandes partidos, democristianos y socialdemócratas, llegan muy igualados a las urnas y durante la campaña han competido por ver quién ofrece más policías, más cámaras y más deportaciones de indocumentados. No es posible que haya lugares en Alemania en los que supuestamente no entra ni la policía y que están vedados al ciudadano medio; no es posible que “nuestras mujeres” no puedan ir tranquilamente por la calle por la noche, repiten los políticos, en alusión a Marxloh y a los ataques sexuales en Colonia de hace año y medio en Nochevieja.

 Dagmar Keiper, con su hija y con su nieta en uan calle de Marxloh, al norte de Duisburgo en el Estado federado de Renania del Norte-Westfalia.
Dagmar Keiper, con su hija y con su nieta en uan calle de Marxloh, al norte de Duisburgo en el Estado federado de Renania del Norte-Westfalia. MATTHIAS GRABEN
La oleada de robos en domicilios, los fallos en la lucha antiterrorista (al autor del atentado del mercado de Navidad en Berlín lo dejaron escapar las autoridades renanas) y la degradación de barrios como Marxloh o el norte de Dortmund se entremezclan en un plancton electoral que contribuye a crear una sensación de inseguridad que no siempre coincide con la realidad. La CDU de Angela Merkel, asociada con una línea más dura en materia de seguridad, tiene bastante que ganar con este debate.

Cuenca minera

La historia de Marxloh es también la de la cuenca minera del Ruhr, la del declive de la industria pesada y la reconversión asimétrica. Miles de vecinos de Marxloh, muchos de ellos gastarbeiters (empleados extranjeros) turcos, trabajaron en ThyssenKrupp, la acería cercana, que a partir de los años setenta redujo drásticamente las plantillas. Sin salarios ni poder adquisitivo comenzó el declive y el cierre de los comercios. Comenzó la huida de los más pudientes y la llegada de los desposeídos.

Desde hace unos tres años, cuando Alemania levantó las restricciones a la libre circulación, han desembarcado en Marxloh unos 4.000 rumanos y búlgaros, protagonistas del verdadero problema de integración. “Vienen porque hay muchísimas viviendas vacías, pero no hablan alemán, no tienen formación y aparecen y desaparecen”, explica en un restaurante turco Manfred Slykers, trabajador de la acería y representante del SPD del barrio, en el que ha crecido y donde vive. Cree que lo de la no-go area es una tontería que explotan los políticos, pero “sí, claro, aquí hay gente fuera de la ley. Dos calles más allá mataron a tiros a un chico de 15 años hace dos semanas”. Señala Slykers una cámara de seguridad instalada en una farola; una rareza en Alemania, un país poco dado a la videovigilancia por motivos de privacidad.

No es verdad que la policía no entre en el barrio. Vienen, pero siempre reforzados con varias patrullas, para evitar que una turba rodee a un coche policial, como ya ha sucedido. Aún así, en la policía creen que lo de Marxloh y la criminalidad es casi un caso de fake news, explica el portavoz Ramon van der Maat, en la sede de la policía de Duisburgo. “Hace poco más de un año, el sindicato policial quería más efectivos y para ejercer presión empezaron a hablar de que aquello era una no-go area y se fue extendiendo”. Explica que por ejemplo este año ha habido 55.600 delitos en Duisburgo, un 2,8% menos que el año anterior. Aún así, Renania del Norte-Westfalia sigue teniendo una cifra récord de criminalidad respecto a otros estados federados. “Hemos doblado el número de incorporaciones policiales en los últimos siete años. No hay mucho más que se pueda hacer. Es todo muy exagerado, después de las elecciones ya nadie hablará de esto”, piensa Van der Maat.

Aquí hay problemas sociales, no policiales


Caminan por una bocacalle de Marxloh una madre con su hija y su nieta, que han venido a comprar unos zapatos. La madre es cajera y tiene un minijob por el que cobra 450 euros al mes. Siempre vota al SPD y esta vez también lo hará. “Soy una trabajadora; la CDU es para los patronos”, dice Dagmar Keiper, de 54 años. Su hija, con el pelo teñido de rubio asegura que le da miedo ir sola por aquí, porque le dicen cosas. “Si vengo en coche, cierro todas las ventanas y los seguros”. Heinz-Werner Ring, un señor mayor, con gorro de caza, asegura que se está pensando votar a la ultraderecha de Alternativa para Alemania (Afd), que “todos los políticos mienten, todos son iguales. Siempre he votado a Merkel, pero ha dejado entrar a todos esos refugiados…”.

A la parroquia del padre Oliver acuden a la semana unas 1.000 personas a buscar comida, medicinas y ropa. A media mañana, el templo es un trasiego continuo de chicas con velo. “Atendemos sobre todo a musulmanes”, explica Oliver en su despacho, vestido con alzacuellos. El padre maldice el estigma que persigue a Marxloh y que cree lo sepulta en su miseria. “Cuando los jóvenes ponen en el currículum que son de aquí, nadie los quiere contratar. Aquí solo se quedan los mayores y los más débiles. Aquí hay problemas sociales, no policiales”.

Vestidos de novia

Porque Dios aprieta, pero no siempre ahoga, Marxloh tiene una singular tabla de salvación, sin la cual el barrio habría muerto hace tiempo. Este barrio es el paraíso de las novias. Aquí vienen los turcos de toda Europa para comprar sus vestidos de boda. Estambul o Marxloh, esa es la disyuntiva. Aquí hay hasta 40 tiendas de vestidos de princesas a partir de 1000 euros, con su cancán, mucho almidón y toneladas de lentejuelas y pedrerías varias.

Istek Celik, una joven de origen turco de 27 años que despacha en una de esas tiendas, dice que sí, que en Marxloh hay robos, pero que como en todas partes. Cuenta que ha trabajado en un hospital, “¡con mi velo y todo!”, y que a su hijo de cinco años le habla en alemán. Ya en la calle, un par de hombres esperan en una farola a que sus mujeres acaben de comprar. Regentan un restaurante de Kebab en Essen y han venido a comprar un vestido. Llevan 20 años en Alemania, pero no hablan casi el idioma. “Votaremos al SPD, sin duda. Son mucho mejores con los extranjeros”.

A unos diez kilómetros de allí, atardece en el centro de Duisburgo. Hoy hace bueno y las terrazas de la zona peatonal, están a reventar. En la más elegante, cuatro señoras enlacadas beben Aperol con pajita. Se declaran votantes democristianas y liberales. ¿Han estado en Marxloh? “Jamás. Lo hemos visto en las noticias. Aquello es un gueto, ¿no?”

jueves, 9 de junio de 2016

Las últimas palabras de los asesinados por la policía estadounidense (y los datos)

POR OLIVIA CAMP

Hay dos formas de contar la violencia de la policía estadounidense contra una parte importante de los ciudadanos de su país: con datos de los asesinados, y con las palabras de esos mismos asesinados. Ambas son espeluznantes, y deben ir unidas. La conflictividad social por asesinatos de —generalmente— hombres negros desarmados bajo fuego policial en los Estados Unidos ha generado una atención creciente en el último año, a nivel mundial. En agosto de 2014, en Ferguson —una pequeña ciudad de Missouri—, el joven negro de 18 años Michael Brown moría por los disparos de un policía blanco de servicio. El policía justificó su acción en el contexto de una trifulca en la que el joven trató de quitarle el arma, pero la autopsia y testigos desvelaron que el primero de los disparos fue hecho a más de diez metros de distancia, desde el coche policial, cuando el chico se encontraba con los brazos en alto. Lo último que se le escuchó decir fue: “No tengo un arma. ¡Deje de disparar!”. Entre tanto, recibió cinco balazos más, dos de ellos en la cabeza. ¿Un suceso aislado? Todo indica que no, al menos al comprobar la reacción social del vecindario, que ardió en protestas durante las siguientes semanas. Llegó a decretarse el Estado de Emergencia y toque de queda. Durante los disturbios, un periodista del diario The Washington Post y otro del Huffington Post fueron detenidos y coaccionados para que eliminasen parte del material que habían recogido. El policía que mató a Michael Brown quedó libre y sin cargos solo tres meses después de los hechos; en noviembre de 2014 un jurado desestimó la posibilidad de celebrar juicio alguno, arguyendo falta de pruebas.Últimas palabras de Michael Brown, imagen de la serie #lastwords de Shirin Barghi.La mecha prendida en Ferguson tras el asesinato a quemarropa de Michael Brown prendió definitivamente toda la pradera urbana estadounidense. El caso de Brown era una reedición del de  Trayvon Martin, un adolescente afroamericano de 17 años muerto en 2012 por los disparos de un vigilante de seguridad blanco en Florida. ¿Otro caso aislado? La indignación de los negros pobres en Estados Unidos indicaba que el “problema racial” era una falacia expresado tal cual, que lo que realmente existía era un “problema policial” inserto en una cuestión de opresión racial y de clase. Un problema de magnitudes terroríficas que la población negra de los Estados Unidos conocía y conoce como el pan suyo de cada día, y que el mundo entero no podía acertar a considerar en su justa medida, básicamente porque un muro de silencio estaba echado sobre los datos de la violencia policial en la primera potencia mundial. La respuesta espontánea de rabia en el verano de 2014 en Ferguson tuvo el gran valor de derribar parte de ese muro ante la opinión pública mundial. Tuvieron que arder calles y silbar disparos en enfrentamientos con la policía para que el mundo prestase atención a lo que estaba ocurriendo en la “tierra de las libertades”. Desde entonces, la pradera ha seguido ardiendo: en febrero de 2015 otro joven afroamericano, Freddie Gray, fallecía en un hospital de Baltimore días después de quedar en coma mientras se encontraba bajo custodia policial. Baltimore, ya no un pequeño suburbio, sino una gran ciudad, fue tomada también por los disturbios. El incendio venía propagado desde Carolina del Sur, donde días antes había sido asesinado por la espalda Walter Scott, de 50 años, desarmado, cuya muerte a consecuencia de los disparos de un agente de policía blanco había sido grabada por un transeúnte y estaba dando la vuelta al mundo. La protestas de la indignación negra se extendieron desde Ferguson a casi doscientas ciudades de todo el país, incluidas Nueva York y Washington, generando un clima que recordaba al de las protestas contra la opresión racial de los años 60.Últimas palabras de Kendrec McDade, imagen de la serie #lastwords de Shirin Barghi.En 2015, al fin, el muro del oprobio que el gobierno estadounidense había construido sobre la barbarie policial contra la población negra y otras minorías —como los hispanos—, con el denominador común de su extracción social de trabajadores pobres, ha comenzado a caer. Y lo que muestra no deja de impresionar. Ante los sucesos de Ferguson, Barack Obama declaró: “Es tiempo de sanar. Es tiempo para la calma y la paz en las calles de Ferguson”. Palabras hipócritas del primer presidente negro de los Estados Unidos, especialmente al saber lo que ocultaban, lo que ahora se sabe. El periódico inglés The Guardian y el americano The Washington Post publicaron este verano sendos reportajes que desvelan los datos y estadísticas de la violencia policial en los Estados Unidos. Según el Post, en los meses hasta agosto de 2015 la policía estadounidense ha matado a 595 personas, a una media de más de dos muertes diarias. The Guardian, por su parte, eleva el número a 708. Los datos son escalofriantes, adquieren el volumen de una auténtico masacre. En cada uno de los diarios se informa en vivo de la cuenta de asesinados, presentando la lista con nombres, apellidos y todos los datos de cada muerte a manos de la policía. El mapa de el Guardian y la cascada que presenta el Post con los nombres y rostros de los muertos estremecen.Últimas palabras de Eric Garner, imagen de la serie #lastwords de Shirin Barghi.Los datos que el periódico inglés y el norteamericano han sacado a la luz han venido a poner en evidencia un enorme mecanismo de violencia sobre la población negra que se sostiene de manera sistemática, es decir, con la connivencia —como poco— de los aparatos del Estado. El FBI es quien maneja las estadísticas anuales por lo que oficialmente se denomina “homicidio justificado”, categoría en la que entran todos los homicidios cometidos por las fuerzas de seguridad en acto de servicio. Según los datos recopilados por la Oficina Federal de Investigaciones, en 2013 se archivaron 461 de estos “homicidios justificados” de la policía. Sin embargo, la cifra se puede considerar muy lejos de reflejar el resultado real, a juzgar por el hecho de que los datos que se sirven para elaborar dicho informe son los que voluntariamente recibe el FBI de las agencias policiales de todo el país. Hay cerca de 18.000 agencias de policía en Estados Unidos, solo unas 800 colaboran reportando sus estadísticas. En el año 2014, la Policía de Nueva York fue una de las agencias que no facilitó sus datos.Últimas palabras de John Crawford, imagen de la serie #lastwords de Shirin Barghi.Se entiende, ante este panorama, la necesidad de contar al fin con los datos elaborados por el Guardian y el Post, en una de esas escasísimas demostraciones de dignidad periodística entre los grandes medios. No obstante, los datos pueden caer en el peligro de abrumar, de deshumanizar la tragedia. Es difícil imaginar qué representan más de mil personas muertas cada año por la violencia policial. Se corre el riesgo de que la dimensión de las cifras abstraiga el problema. La reacción ante los números se vuelve mecánica y paralizante, es la misma ante mil muertes al año que ante diez mil, porque resulta imposible imaginar a todas esas víctimas con sus gestos humanos, con sus historias personales, en su individualidad. Es entonces cuando las palabras deben resolverle la ecuación a los números, para ayudarnos a comprender humanamente la aberrante magnitud del problema. Precisamente a consecuencia de los disturbios en Ferguson, Shirin Barghi, una periodista iraní radicada en Nueva York, decidió crear una pequeña serie de viñetas titulada #LastWords (últimas palabras). En ellas imprimió unos sencillos dibujos en blanco sobre negro y las últimas palabras dichas por personas asesinadas por la policía en los últimos años. “I can’t breathe” (No puedo respirar), dijo Eric Garner el 17 de julio de 2014. “I don’t have a gun. Stop shooting”, Michael Brown. “Please, don’t let me die” (Por favor, no me deje morir), dijo Kimani Gray, de 16 años, el 9 de marzo de 2013. “It’s not real”, pronunció John Crawford, solo 22 años de edad, el 5 de agosto de 2014. “Why did you shoot me?” (¿Por qué me dispara?), dijo el joven de 19 años Kendrec McDade, el 24 de marzo de 2012, antes de morir. El efecto de estas imágenes fue viral. Hoy, suponen uno de los complementos inevitables para comprender la dimensión de los crímenes sistemáticos de la policía estadounidense contra los negros pobres de su país. Habrá muchos más datos que publicar, y muchas más palabras deberán acompañarlos, todo tipo de expresiones artísticas y culturales que den a conocer el problema y su naturaleza. Aún tiene mucha pradera que arder en los Estados Unidos. No es tiempo de calma, Barack. La última palabra de los asesinados está por decir